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Desafiando a la tribu

El Mercurio

Imposible no demostrar admiración y reconocimiento hacia quienes, desde la izquierda y la centroizquierda, han tenido el coraje para declarar públicamente su rechazo al borrador constitucional. Y lo han hecho porque, en alguna instancia, han tenido que aceptar, seguramente con dolor y contradicciones vitales, que el proyecto en discusión, que deberemos aprobar o rechazar en el plebiscito del 4 de septiembre próximo, sencillamente es incompatible con principios tan fundamentales de la civilización moderna como la igualdad ante la ley, en derechos y obligaciones; la democracia representativa; los derechos individuales; un régimen político que asegure el control adecuado de eventuales excesos gubernamentales a través de equilibrios y contrapesos; un poder judicial independiente, y, principalmente, con la existencia de una república plural, integrada por distintos inmigrantes, llegados en épocas sucesivas de nuestra historia, con una diversidad de culturas y tradiciones, pero que hemos conformado, desde siempre, una sola nación. Así, son muchos quienes, a pesar de sus deseos iniciales y de su determinación invariable de lograr una nueva Constitución, han decidido rechazar un texto que estiman radical, partisano, divisivo, refundacional e imposible de reformar.

Y ello es admirable porque implica desafiar a sus respectivas tribus, a sus experiencias de vida, sus lealtades, a las derrotas y los triunfos compartidos y debilitar, al menos temporalmente, esa pertenencia al grupo, que en una medida importante nos abriga y nos protege: en otras palabras, han puesto en cuestión lo que estiman es su identidad histórica. El apego a la tribu es una fuerza siempre tentadora y más aún en tiempos de polarización, cuando más queremos estar con los nuestros, cuando mayor es la tentación de oír solamente aquello que concuerda con nuestras filiaciones y, de este modo, nos parapetamos detrás de esta solidaridad grupal, que es irracional y prescinde de la universalidad de principios y valores, pero que, ante una fragmentación tan profunda, nos da una cierta seguridad. El costo, sin embargo, es la división entre chilenos, cada conjunto viviendo aislado, en ghettos que no se encuentran.

Nunca ha sido fácil ir contra la corriente de los propios. No lo fue para aquella derecha estigmatizada bajo el gobierno militar porque abogó por el Acuerdo Nacional para la transición a la democracia, aceptó e impulsó reformas consensuadas con la Concertación que permitieron avanzar hacia un gobierno democrático, y finalmente, por ser activos participantes de 'la democracia de los acuerdos' y de aquellas reformas que se apartaban de la ortodoxia imperante y que muchos consideraban una traición. Desafiar a la tribu siempre ha tenido severos costos, aunque ciertamente hoy son agravados por el abuso, el veneno y el odio desparramado en los ríos de las redes sociales.

El problema es que, bajo ciertas condiciones, esas pertenencias históricas colisionan con lo que reconocemos como las prioridades para un bien superior. En este caso preciso, la pregunta que debemos enfrentar no es quiénes son nuestros compañeros de ruta, sino simplemente si acaso el borrador elaborado por la Convención Constitucional representa o no un instrumento para lograr la paz, unir a la nación, evitar las tiranías y asegurar un nivel de crecimiento económico que permita garantizar derechos sociales que no sean solamente teóricos. ¡Cuántas veces en la historia no han sido unas pocas voces disidentes que, actuando con valentía y coherencia, han salvado la democracia y la libertad!

El precio que se paga es elevado porque quien se aparta de la tribu es un hereje, algo infinitamente peor que un pagano, porque a este se lo puede intentar convertir, pero un hereje está condenado a morir en la hoguera.

 

Columna de Lucía Santa Cruz, Consejera emérita, publicada en El Mercurio.-

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