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¿Volver al pasado?

El Mercurio

El conflicto político más importante, desde los griegos hasta hoy, se refiere a la tensión que existe, por una parte, entre las necesidades de autonomía personal que los seres humanos requerimos para desarrollarnos en plenitud, desatar nuestra creatividad y ser individuos moralmente responsables por nuestros actos y conductas, y, por la otra, las exigencias que nos impone el ser miembros de una colectividad, lo cual necesariamente implica restringir una parte de esa libertad, porque solo alcanzamos nuestra humanidad plena en la vida en sociedad.

Este es un equilibrio precario, no siempre fácil de definir en forma rígida o universal, y las alineaciones políticas de cada cual estarán necesariamente marcadas por la valoración relativa que les damos, respectivamente, a la libertad individual y a las necesidades de la colectividad. Confieso que, en lo que a mí respecta, la libertad debe ser un eje principal de toda organización política, porque todos los avances de la civilización a través de la historia han sido logrados por pocos seres humanos dispuestos a desafiar la autoridad y defender su derecho a pensar, a investigar, a innovar y a crear, luchando por amplios márgenes de libertad personal. No debemos olvidar que la libertad y la prosperidad son anomalías en nuestro devenir, porque la posición por default ha sido la sumisión a la tiranía y la miseria general, y que han sido solamente los sistemas que garantizan la cooperación voluntaria entre individuos libres los que mejor han podido satisfacer las aspiraciones de la comunidad.

Esta disyuntiva necesariamente subyace a la discusión constitucional actual. De alguna forma los ejes que van a definir las posiciones se enmarcan en las preguntas ¿cuán libres podrán ser los chilenos para perseguir sus sueños, desarrollar sus actividades económicas, determinar la educación de sus hijos, participar activamente en la solución de los problemas públicos? y ¿cuánta de esa libertad deberán sacrificar a manos del Estado o, mejor dicho, de sus administradores políticos, en aras de beneficiar al conjunto a expensas de los individuos?, y ¿cuáles serán los resultados predecibles?

Afortunadamente, tenemos evidencia histórica que nos permite evaluar las consecuencias de la expansión del Estado en el siglo XX, no en relación a sus propósitos, que pueden ser muy nobles, sino en razón de los resultados concretos de una economía ampliamente controlada por el Estado. La apropiación por parte del Estado de prácticamente la totalidad de las actividades productivas, tanto de la propiedad como del funcionamiento de toda la economía, y el aumento del gasto público muy por encima del crecimiento económico (entre 1920 y 1970 el gasto social por persona creció en casi 5 veces, mientras el producto lo hacía en solo 2 veces) nos legó un país profundamente injusto, con casi la mitad de la población en pobreza, el segundo peor índice de mortalidad infantil en Latinoamérica, desnutrición rampante con daños cognitivos en los niños, un promedio de años de escolaridad de solo cuatro años y acceso gratuito a las universidades solo para los más privilegiados. Claramente, no hay que olvidar que no todo tiempo pasado fue mejor.

 

Columna de Lucía Santa Cruz, Consejera de LyD, publicada en El Mercurio.- 

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