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Pobreza y desigualdad

El Mercurio

Me gustaría insistir en que pobreza y desigualdad son conceptos distintos. En una sociedad puede haber mucha igualdad, pero simultáneamente mucha pobreza, y en otra, mucha desigualdad, pero sin pobreza. Al hablar de pobreza no nos referimos a una medida relativa, pues no significa tener menos que otros: es una dimensión absoluta y se refiere a la incapacidad de satisfacer las necesidades mínimas que permiten una vida decente. La desigualdad es una ecuación en la cual unos tienen mucho en relación a otros que tienen poco, sin considerar en qué niveles de bienestar material o privación se da dicha diferenciación. La distinción es importante porque son problemas que tienen consecuencias distintas y requieren de políticas públicas diferentes para resolverlos. Para combatir la pobreza los instrumentos probadamente eficaces han sido el crecimiento económico, la creación de mayor riqueza y la focalización de las políticas sociales hacia los sectores marginados, pues una de las características de estos grupos es la dificultad para romper por sí solos el círculo vicioso de la pobreza, aun cuando las circunstancias económicas sean favorables. La lucha contra la desigualdad, por el contrario, se concentra en la distribución y en el establecimiento de derechos sociales y económicos constitucionalmente garantizados para toda la población.

En algún momento de los últimos años se instaló la idea de que la pobreza era un tema resuelto y que el problema principal de Chile era la desigualdad. Razones había para alegrarse de la notable disminución de la miseria, que redujo el número de pobres de casi 50 por cada cien chilenos a menos de 10. El problema es que se olvidó que también había argumentos para seguir condoliéndose y ninguno para abandonar las políticas que tanto éxito habían tenido en mejorar todos los índices sociales, pues seguían oficialmente viviendo bajo la línea de la pobreza más de dos millones de chilenos, hacinados, a veces en viviendas con piso de tierra y letrinas a la intemperie, y que dentro de estos había 500 mil jóvenes 'ninis' que no trabajan ni estudian. En otras palabras, no eran pobres relativos porque tuvieran menos que otros, eran pobres absolutos, viviendo al margen de todos los beneficios de la modernización, sin futuro ni esperanza, con nada que ganar y nada que perder, posiblemente víctimas de los peores males de la sociedad contemporánea, como la droga, el alcohol y la falta de una estructura familiar.

La instalación de la idea de la desigualdad como el criterio único para diseñar las políticas públicas tuvo consecuencias negativas en todos los ámbitos: el crecimiento económico perdió relevancia; la política tributaria nunca más consideró los efectos en la inversión, y los beneficios, en vez de favorecer a los más pobres, se usaron para la gratuidad de los estudios universitarios.

Pues bien, la recesión, la pobreza y el hambre amenazan con azotar nuevamente, y con más fuerza y extensión. Sin embargo, ello aún no parece penetrar en el razonamiento de algunos dirigentes, incluso de partidos de derecha, que ignoran los dos principios fundamentales de la realidad. Primero, que desde la revolución industrial la riqueza no existe en forma estática, lista para ser distribuida, y tampoco cae del cielo: es necesario crearla. Segundo, que los recursos son escasos y las demandas infinitas; y que dar a unos necesariamente impide dar a otros. Solo una ignorancia sublime o una irresponsabilidad ilimitada puede llevar en las circunstancias actuales a pedir beneficios crediticios, con un costo de más de 2 mil millones de dólares, para alumnos universitarios que, a pesar de las dificultades reales que enfrentan, siguen siendo un grupo privilegiado, con un futuro mucho más auspicioso que el de la mayoría de la población.

Columna de Lucía Santa Cruz, Consejera de Libertad y Desarrollo publicada en El Mercurio.-

 

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