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Liberalismo, my way…

El Mercurio

Dicen que no se puede ser "católico a mi manera". Las religiones tienen, por definición, dogmas de fe y normas de conducta inspiradas en una noción del bien. En política, en cambio, para la mayoría (salvo aquellos para quienes la ideología es una religión secular), las creencias son, o deberían ser, más flexibles e imbuidas de dudas, cuestionamientos e incluso de un cierto sano escepticismo.

Siempre he rechazado las ideas políticas empaquetadas en un todo coherente y predecible. Y, tal vez por eso, me he sentido cómoda con el ideario liberal. Ello, porque, subyacente a este, hay una teoría del conocimiento intelectualmente humilde que cuestiona que en el campo de la filosofía política se pueda establecer una verdad objetiva o que exista una solución, también objetiva y única, para todos los problemas. Reconoce, en cambio, la falibilidad y la ignorancia humanas, y la naturaleza esencialmente conjetural de nuestro conocimiento, como también que en los planes que nos hacemos hay siempre consecuencias no deseadas ni previstas. Es esencialmente anticonstructivista, y admite que no se puede crear un orden social perfecto, pues no podemos aspirar más que a incursionar, por medio del ensayo y el error, en la búsqueda de soluciones parciales y tentativas a los problemas que nos aquejan. Toda planificación es a futuro y, por tanto, implica decisiones sobre algo que es absolutamente incierto e imposible de predecir, como son las preferencias y los recursos que con el tiempo se puedan conseguir.

La teoría política liberal se diferencia de otras, porque el reconocimiento de esta ignorancia lo hace extensivo tanto a los objetivamente ignorantes, como también a los sabios; a los gobernados, pero también a los gobernantes, pues ellos participan de esa misma naturaleza imperfecta y no son mejores ni más virtuosos que los ciudadanos. Por eso, nadie está mejor capacitado que la persona misma para tomar las decisiones que la afectan. La defensa de la libertad individual —y eso sí es consustancial a cualquier pensamiento liberal— se sustenta precisamente en el reconocimiento de esta ignorancia universal e inevitable, que impide conocer miles de factores necesarios para el logro de nuestros propósitos. Más aún, estos son múltiples, diversos y muchas veces incompatibles entre sí: los seres humanos aspiramos legítimamente a la libertad, pero también a la igualdad; a la justicia, pero también a la compasión, y así, sucesivamente.

Sin embargo, ser liberal es creer que la libertad individual es un bien superior y que debe ser una piedra angular y el principio rector en la construcción de la sociedad, entre otras cosas, porque es el fundamento de la responsabilidad moral personal. Si privamos a los individuos de su esencia de seres pensantes y los despojamos de toda posibilidad de hacer opciones y de asumir las consecuencias que de ellas devienen, los transformamos en meros instrumentos para los fines de otros. Mill aseveraba que el único objetivo por el cual se puede ejercitar poder sobre otro miembro de la comunidad contra su voluntad es para prevenir daños a terceros, porque cada persona es soberana sobre sí misma, y la colectividad no puede actuar sobre otros, ni siquiera 'por su propio bien'.

¿Significa esto que los seres humanos somos átomos aislados que solo necesitamos buscar nuestra gratificación personal? Por el contrario, si bien podemos tener instintos de competencia y agresividad desarrollados en el proceso evolutivo, la mente humana es suficientemente compleja como para permitir también el altruismo, la generosidad y la cooperación social. Necesitamos poder perseguir nuestros propios fines para sobrevivir, pero también colaborar con otros, y es parte de nuestro "interés propio" ser sujetos activos en nuestra comunidad.

 

Columna de Lucía Santa Cruz, Consejera de Libertad y Desarrollo, publicada en El Mercurio.- 

 

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