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Brexit, democracia y emociones

El Mercurio

Brexit me ha privado de mi punto de referencia preferido: el Reino Unido como ejemplo y paradigma de cómo deben funcionar la democracia, el entendimiento social y la decencia humana. Mi orfandad se concretó cuando el Parlamento británico renunció a su soberanía, como institución esencial de la democracia representativa, y a su obligación de resolver en la Cámara de los Comunes su relación con la Comunidad Europea. Optó, por el contrario, por someter a plebiscito una decisión muy compleja, con aspectos altamente especializados, reduciéndolos a una fórmula simplista y binaria: Remain o Brexit. Pero, ¿cómo salir? ¿En qué términos? ¿Con qué acuerdo? ¿Con qué consecuencias? Nada. Así, la más antigua democracia representativa adoptó mecanismos de democracia directa reñidos con la tradición y con la esencia de la democracia liberal, que es la representación.

El país se polarizó, la sociedad británica entró en un proceso de confrontación brutal y traumático, de difícil resolución, con secuelas impredecibles; ha quedado paralizado frente a otras dimensiones de la política y se encuentra en lo que, hasta ahora, sigue pareciendo un callejón sin salida. Pero la decencia humana, al menos, no se ha perdido enteramente y apuesto que seguirá siendo un rasgo distintivo del pueblo inglés. Prueba de ello, Jeremy Hunt, aspirante a liderar al Partido Conservador, se negó categóricamente a sumarse al escarnio público al que ha sido sometido su contendor Boris Johnson tras la ruidosa riña que este mantuvo con una novia, denunciada por un vecino, que terminó con la intervención de la policía y fue publicitada profusamente en los medios de comunicación. Simplemente reiteró que la discusión política no sería trasladada al terreno de la vida privada, demostrando así que hay límites a los medios legítimos para obtener un fin electoral. 

Para los propósitos de esta reflexión lo que interesa es ver qué elementos de la situación actual británica son universales e inciden sobre el funcionamiento de la democracia liberal occidental y sobre la crisis que ella aparentemente atraviesa. En primer término, demuestra que la democracia directa es inadecuada para decisiones complejas. Que la polarización no es compatible con el diálogo democrático y que la agudización de los conflictos está íntimamente relacionada a la actual sustitución de la racionalidad por la exaltación de las emociones en la política y la denigración de los datos objetivos. En el caso en cuestión, en la discusión previa al referéndum se prescindió de la objetividad y la verdad, primaron las pasiones más primarias y en ambos lados se adujeron cifras y datos que poco tenían que ver con la realidad. La democracia exige la posibilidad de entablar conversaciones racionales bajo el supuesto de la existencia de hechos que se pueden comprobar; en otras palabras, se requiere racionalidad y que los datos con que deliberamos, con los que pretendemos dirimir las diferencias, sean verídicos, porque eso provee un sustrato para construir un consenso entre personas que pueden tener poco en común.

Esto no es compatible con el desprecio al conocimiento técnico, tan en boga en la actualidad. A mi generación se le enseñó que la apelación a los sentimientos era siempre el instrumento preferido de dictadores y populistas, y exacerbaba los peores instintos del ser humano. Mal que mal, exactamente eso es lo que habían hecho Hitler y Stalin. Las emociones en política no eran buenas consejeras porque entre ellas hay muchas que sustraen lo peor de nuestra naturaleza: el miedo, el odio, la envidia, el resentimiento, el tribalismo, la desconfianza, la xenofobia y tantas otras. No se trata de negar la influencia de los sentimientos en las sociedades, pero tal vez la responsabilidad de los líderes es precisamente contenerlos, domeñarlos y someterlos a los dictados de la racionalidad y de la evidencia verificable.

 

Columna de Lucía Santa Cruz, Consejera de Libertad y Desarrollo, publicada en El Mercurio.-

 

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