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EDUCACIÓN SUPERIOR GRATUITA: UN DOLOR DE CABEZA QUE LLEGÓ PARA QUEDARSE

Voces La Tercera

A CONTINUACIÓN, REPRODUCIMOS LA COLUMNA DE LA INVESTIGADORA DEL PROGRAMA SOCIAL DE LYD, MARÍA PAZ ARZOLA, PUBLICADA EN VOCES DE LA TERCERA.

 

Una de las más ambiciosas promesas de Michelle Bachelet durante su campaña fue dar educación superior gratuita para todos. Si en su momento esta oferta le valió el apoyo de los ex dirigentes estudiantiles más mediáticos, en las últimas semanas -con la renuncia de la Subsecretaria de Educación- le habrá provocado por lo menos un dolor de cabeza a la Presidenta electa. Lo cierto es que el dolor de cabeza llegó para quedarse, pues lo más complejo todavía está por venir: hay una serie de temas específicos sobre la implementación de esta política que, si en el programa no necesitó definir, ahora ya no se podrán evadir.

La discusión hasta ahora se ha dado principalmente en torno a si es conveniente, justo o regresivo financiar la educación superior de todos, incluso de quienes pueden pagarla. Los partidarios de la gratuidad universal afirman que, mientras se financie también a los más pobres con recursos públicos que vengan en su mayoría de los impuestos que pagan los más ricos, una política como ésta sí conviene.

Desde el otro lado, en tanto, señalamos que la gratuidad no mejorará la equidad en el acceso, pues los más pobres ni siquiera llegan a la educación superior. Es así como de los $ 3.800 millones de dólares adicionales que se necesitarían, sólo $ 340 millones de dólares, equivalentes al 9%, iría a los jóvenes del 20% más pobre que asisten a educación superior, mientras que el 41% iría a financiar la educación superior del 20% más rico del país. Ningún peso llegaría a los ocho de cada 10 jóvenes del 20% más pobre del país que no asisten a educación superior, pues éstos tienen otras restricciones más allá del financiamiento, que no se resolverán con la educación superior gratuita. Por el contrario, se desviarán esfuerzos y recursos de los niveles educativos a los que sí asisten y que, de ser potenciados, constituyen una mejor forma de abrirles las puertas a la educación superior.

Pero hay además una segunda arista, que tiene que ver con la forma en que se va a llevar a cabo una medida como ésta, y que es tan relevante como la discusión anterior sobre su conveniencia. El diablo está en los detalles, dice el dicho, y es así como una buena intención puede transformarse en una mala política si es que no se piensa bien en cómo desarrollarla.

El gobierno entrante tendrá que definir una serie de interrogantes. ¿El financiamiento se dará directamente a las instituciones que cumplan con los requisitos impuestos por el Estado, o vía becas para los estudiantes que elijan estas instituciones? Si se hace vía aportes basales, ¿cómo harán para financiar de acuerdo a la demanda efectiva? ¿De qué forma se asegurará que haya una contención de gastos por parte de las instituciones educacionales que no verán en la práctica una restricción presupuestaria? ¿Y cómo cautelarán que no se produzca un alargamiento excesivo de las carreras por parte de los alumnos?

El tema de las exigencias para que las instituciones sean receptoras de financiamiento no es trivial. ¿Quién definirá estas exigencias? ¿Cómo evitarán acuerdos indebidos, tal como se investiga por ejemplo que pudo ocurrir con las acreditaciones? ¿Qué pasará con la autonomía de una institución que se adhiera a la gratuidad? Es esperable que haya instituciones de buena calidad que no quieran someterse a tales reglamentaciones que les quiten autonomía: ¿Gratuidad? ¡No gracias!, dirán.

Así, si bien la gratuidad puede parecer una medida inofensiva, lo cierto es que con su aplicación se quitará el poder de decisión a los postulantes, para entregárselo al Estado, a un grupo que definirá el dónde y el cuánto. Y lo peor, es que se profundizará la discriminación entre alumnos de igual condición económica según la institución en la cual estudie, algo que la actual administración intentó erradicar. Un estudiante que opte por una de estas instituciones que no se acojan a la gratuidad –o que no sea seleccionado en una de estas universidades gratuitas selectivas- tendrá que costearla desde sus propios bolsillos, aunque no cuente con los recursos. De esta forma, se irá viendo que la gratuidad no era en verdad tan gratis como se pensó: alguien la tenía que pagar, directa o indirectamente, y no precisamente los más ricos.

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