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UN RETORNO A LA ESPERANZA

EL MERCURIO

El Acuerdo Constitucional ha sido calificado mayoritariamente como “razonable”: se trata de un pacto que excluye soluciones de suma cero, porque con él nadie gana todo ni nadie pierde todo y esa es la característica más esencial de una deliberación democrática.

Vivimos en un país profundamente fragmentado y conviven en nuestro seno visiones diametralmente opuestas respecto a los sistemas político, económico y social que deben regir en nuestra Constitución. De hecho, no hay acuerdo respecto de qué es la democracia o cuál debe ser el rol principal de una Carta Fundamental. Hay quienes rechazan la democracia liberal representativa como una institución burguesa, formal, conservadora y diseñada para mantener un statu quo opresor y proponen formas de democracia directa, propias de los regímenes totalitarios, que terminan con el pluralismo y con la posibilidad de que distintos proyectos compitan y alternen en el ejercicio del poder. No aceptan que una Constitución es el instrumento para constreñir los poderes arbitrarios de los gobiernos y proteger las libertades y derechos de las personas, y estiman, por el contrario, que ella debe ser un mecanismo para consagrar su visión política en forma definitiva e irreversible.

El Acuerdo tiene la virtud de clarificar ambos conceptos: qué es la democracia y cuál es la función de una Constitución. Gracias al cambio en el clima de opinión imperante en el país, tras la derrota contundente de un proyecto de extrema izquierda refundacional, hemos recuperado características esenciales para la democracia, como una retórica moderada, la tolerancia y los consensos mínimos que permiten una convivencia civilizada y en paz.

Es por lo que, más allá de la integración y de los mecanismos elegidos para escribir una nueva Constitución, que siempre serán opinables, es el acuerdo de fondo, las ideas matrices que deben quedar consagradas en ella, lo que creará tranquilidad para la mayoría moderada de nuestro país.

En efecto, ha quedado garantizado que Chile continuará siendo una república democrática cuya soberanía reside en el pueblo, pero limitada por la dignidad de la persona humana y por sus derechos; con un Estado unitario respetuoso de los símbolos históricos nacionales, y establece derechos sociales y económicos, pero “sujetos a la responsabilidad fiscal”.

Más relevante aún, garantiza un sistema de contrapesos y equilibrios al asegurar tres poderes separados, con un legislativo bicameral y un poder judicial con unidad jurisdiccional y, por lo tanto, descarta justicias múltiples; respeta la autonomía del Banco Central, de la justicia electoral, del Ministerio Público y de la Contraloría General de la República; consagra el respeto a los derechos y libertades fundamentales, como la vida, la igualdad ante la ley, el derecho de propiedad, la libertad de conciencia y culto, la libertad de enseñanza y el deber preferente de la familia en la educación de los hijos. Establece, asimismo, las preocupaciones más nuevas de la ciudadanía, como el cuidado y conservación de la naturaleza. Se reconoce a los pueblos indígenas como parte de la nación chilena, que “es una e indivisible”, y compromete al Estado a respetar y promover sus derechos y su cultura.

En suma, para que todo ello sea realidad es exigible que el Consejo Constitucional, conociendo que estas ideas fundamentales son parte integral de su mandato, respete cabalmente lo acordado. Dentro de este marco, propio de toda democracia occidental, podremos discutir sobre las políticas públicas y elegir tanto gobiernos de derecha como de izquierda democráticas. Por cierto, esto requiere que los integrantes del Consejo sean personas con integridad moral y que la ciudadanía recuerde que en política nada está asegurado y que “el precio de la libertad es la eterna vigilancia”.

Lucía Santa Cruz, Consejera Emérita, columna publicada en El Mercurio.-

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