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Poner fin a la inestabilidad constitucional

El Mercurio

Las deliberaciones del Consejo Constitucional y las normas recién aprobadas hacen necesario recordar cuál es el objetivo de una Constitución en el contexto político y cultural que vivimos.

El nuestro, desde hace décadas, es un país escindido en visiones contrapuestas, ideológicamente fragmentado, con altos grados de disensos y sumido en el desprestigio de los consensos indispensables para legitimar nuestras instituciones fundamentales.

Un acuerdo respecto a las reglas del juego y acerca de cómo se dirimen estas diferencias es necesario para cualquier sociedad, pero en nuestras circunstancias lo es mucho más aún. Tenemos, por lo tanto, el desafío de elaborar un texto que despierte una adhesión transversal y permita que, a pesar de nuestras diferencias, a veces tan marcadas, podamos vivir en la misma nación para continuar siendo una comunidad política. Para que ello resulte debemos ceñirnos a una Constitución mínima, que deje fuera los temas más divisorios y que habrán de resolverse a través de la deliberación democrática y la ley.

Sin embargo, tenemos también la gran tarea de lograr que dicho texto sea aprobado por una mayoría que, a la luz de las encuestas, se muestra muy escéptica respecto a las bondades de lo que podría ser un buen acuerdo constitucional. Ahora bien, es evidente que la mayoría de la población tiene como interés prioritario la resolución de los graves problemas que la aquejan, como seguridad, pensiones y salud, ninguno de los cuales puede ser resuelto por el mero expediente de un texto constitucional, salvo indirectamente por medio de un sistema político que garantice menos fragmentación y mayor gobernabilidad.

Si continúa la reticencia a aprobar el texto en elaboración estaríamos frente a un dilema mayor. Existe un cuestionamiento de la Ley Fundamental actual: cerca del 80% votó a favor de elaborar un nuevo texto; incluso muchos de los defensores de la Constitución que nos rige la decretaron no hace tanto “una Constitución muerta”, y muchos de los líderes políticos y miembros del Congreso en varias instancias violentaron tanto su letra como su espíritu. Es evidente que el incumplimiento sistemático de la Constitución va socavando progresivamente su legitimidad, más allá de la discusión sobre la validez de su origen .

En esencia una Constitución es la ley suprema de una nación que permite estructurar el Estado y su funcionamiento; establece la forma de gobierno y la organización de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial; nombra los derechos fundamentales de los ciudadanos, como la libertad de pensamiento y expresión, el derecho a la vida, la libertad de religión, asociación, movimiento y reunión, entre otras; y define las atribuciones y las limitaciones de los gobiernos que son esenciales para evitar abusos de poder.

Estamos hoy frente a la oportunidad y el imperativo de poner fin a la incertidumbre que inevitablemente crea una discusión constituyente prolongada y lograr un texto reconocido y aceptado como legítimo por la ciudadanía, que permita una convivencia pacífica, gobernabilidad y estabilidad política, sin juegos de suma-cero. Me atrevo a sostener que nunca habrá una oportunidad mejor para alcanzar dichos fines. Ello, siempre y cuando mantengamos claridad respecto a qué es una Constitución democrática y qué podemos esperar de ella y nadie pretenda consagrar de forma inamovible asuntos que son propios de la ley y de la deliberación democrática, como las políticas impositivas o la forma de enfrentar la inmigración ilegal. En definitiva, el test ácido de cualquier texto es que permita la alternancia en el poder de todos los grupos democráticos e impida, a través de la consagración de derechos individuales inalienables, cualquier intento totalitario.

 

Columna de Lucía Santa Cruz, Consejera Emérita, publicada en El Mercurio.-

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