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El Mercurio

La Convención Constitucional ha escrito un texto que —tal como se amenazó— intenta refundar la República; se basa en un relato histórico subjetivo e inexacto, que responde a una forma de conocer la realidad en la cual los datos objetivos y la racionalidad no tienen cabida; ignora los principios del constitucionalismo moderno y nuestra propia trayectoria constitucional, y divide a los chilenos de acuerdo a su etnia, su género y su lugar geográfico. Así, deja muy poco espacio para quienes pensamos que la República de Chile no es plurinacional, ni debe ser una 'democracia sustantiva, identitaria y paritaria'; que defendemos la democracia representativa y la libertad y creemos que las constituciones deben limitar el poder de los gobiernos por leyes aplicables a todos por igual, asegurar equilibrios y contrapesos que disminuyan el riesgo de autoritarismos; y proteger los derechos de todos quienes debemos vivir bajo su imperio.

Hasta aproximadamente fines del siglo XVII, y principalmente en el XVIII, los regímenes políticos entregaban poderes prácticamente omnipotentes a los gobiernos, que podían determinar la mayoría de las esferas de la vida de sus súbditos, incluso en temas que hoy reconocemos como los más propios de la intimidad, como el matrimonio o la religión. Los sujetos de la vida política no eran las personas en cuanto individuos, sino que estaban determinados por la pertenencia a un grupo con características fijas dadas por su raza, sexo, casta o estamento social, cada uno con diferentes derechos y obligaciones. En la medida en que comenzó a surgir en Europa una mayor diversidad de formas de conocimiento, de pensamientos, creencias religiosas y opiniones, surgieron corrientes de filósofos políticos que imaginaron mecanismos de resolución pacífica de los conflictos inherentes a una sociedad más compleja y plural. Buscaron ellos la forma de crear instituciones que garantizaran la igual y universal dignidad de todos los seres humanos, al margen de su pertenencia a un 'colectivo', como individuos libres, iguales ante la ley y con autonomía para elegir sus creencias y valores. En suma, comenzó así la larga, turbulenta y nunca acabada marcha hacia una democracia representativa liberal.

Subyacente a los planteamientos de la actual propuesta constitucional radica la idea de que existe una forma única de lo que se ha dado por llamar el 'buen vivir', que puede ser impuesta sobre una sociedad que, en la realidad, tiene múltiples, diversas e incluso contradictorias visiones de cómo debe ser una vida buena y aspira a distintos fines políticos y morales; sus autores parecen creer que existen soluciones monolíticas para gobernar —las de la izquierda más extrema— y que ellos son sus solos depositarios; que los gobiernos pueden imponer incluso las formas lingüísticas que todos deberíamos acatar: 'somos todos humanes', declara el preámbulo sugerido.

Muchos nos sentimos excluidos porque la propuesta destruye esa solidaridad construida en el tiempo, que trasciende nuestro núcleo más cercano de familiares y amigos, y se extiende hacia todos quienes compartimos esta patria y habitamos esta tierra y que, como chilenos, compartimos un destino común. Sentimos que no tenemos espacio en esta casa, que debió ser la de todos, porque varias de sus disposiciones atentan contra la libertad de opinión y debilitan nuestra autonomía para decidir aspectos vitales, como la educación de nuestros hijos; porque ya no seremos iguales ante la ley; porque creemos que la soberanía debe recaer en cada ciudadano y no en 'identidades' determinadas por raza o género, las cuales no necesariamente nos representan. Finalmente, porque la libertad y los derechos humanos no han logrado prevalecer nunca allí donde se ignoran los principios fundantes de la democracia liberal. 

 

Columna de Lucía Santa Cruz, Consejera emérita, publicada en El Mercurio.- 

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