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Espero estar equivocada

El Mercurio

Confieso que nada me habría gustado más que hacerme parte de ese grupo que siente que el domingo se vivirá un místico "momento constituyente", en el cual todos los ciudadanos, unidos por el amor a Chile y a la democracia, pondremos la primera piedra para empezar a soñar juntos el país que queremos y a construir "la casa de todos". Y que así, además, lavaremos el estigma del pecado original que hace 40 años habría mancillado sin redención la Constitución que nos rige, cuya legitimidad sería irrecuperable, a pesar de todos los éxitos económicos y sociales que ha hecho posibles y de los gobiernos democráticos de distintos signos que ha admitido .

Como muchos, sentí una suerte de alivio cósmico aquel 15 de noviembre, cuando el Gobierno y la mayoría de los partidos, menos el Frente Amplio y el PC, optaron por encauzar el caos desbordado y devolver la iniciativa, radicada hasta ese momento en la violencia destructiva de "la calle", a la política institucional. Se trataba de rehusar el uso de la fuerza total, de consecuencias impredecibles, y aplacar la barbarie destructiva con un Acuerdo por la Paz.

Hoy día, un mínimo de honestidad intelectual me obliga a constatar que lamentablemente dicho pacto ha fracasado y no ha logrado mitigar la destrucción y la agresividad; que la violencia tiene autonomía propia; que sus causas no están vinculadas a la Constitución y, por lo tanto, tampoco encontrarán solución en la elaboración de una nueva Carta Fundamental. Desde ese día esperanzador, la mayoría de la oposición ha sido, al menos, ambigua frente a la violencia; no modificó su forma de relacionarse con el Gobierno; siguió en pie de guerra e, incluso, intentó remover al Presidente de la República democráticamente elegido, arriesgando un peligroso vacío de poder. La brutalidad de las protestas, parcialmente anestesiada por el virus, revivió el 18 de octubre pasado en gloria y majestad, aunque su extensión e intensidad hayan sido menores. Es más, no faltaron los políticos que, contrariando el principio constitutivo de la democracia, que es el rechazo incondicional de la violencia, celebraron y "conmemoraron" el aniversario de los hechos que hace un año golpearon severamente el Estado de Derecho y el orden institucional. Otros, al igual que lo hicieron sus predecesores en la década de los sesenta, relativizaron la violencia, aduciendo la falacia de que la fuerza bruta es una respuesta justificable frente a la llamada "violencia estructural".

Por todo lo anterior, es legítimo temer que un largo proceso constituyente de dos años o más, sobre una "página en blanco", en un clima de aguda polarización, sin amistad cívica, con fuertes partidos antisistémicos, cuando la cultura democrática parece erosionada, puede ser un salto al vacío y que la violencia podría influir en la deliberación y en las decisiones de una eventual Convención, exacerbando los disensos e impidiendo los acuerdos.

Rechazar una convención constituyente no significa en modo alguno renunciar a una solución institucional: es optar por otra vía, igualmente legítima, basada en la convicción de que las evoluciones graduales siempre son más sabias que las rupturas refundacionales.

Columna de Lucía Santa Cruz, Consejera de LyD, publicada en El Mercurio.- 

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