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Carta de un elector a los elegidos

El Mercurio

El espectáculo de parlamentarios votando a favor de un proyecto muy popular —pero que solo días antes ellos mismos habían calificado públicamente de manera negativa— nos interroga acerca de cuál es el rol de los representantes electos en una democracia. ¿Son ellos elegidos para ser una mera caja de resonancia de la opinión pública? ¿O bien están llamados a deliberar sobre los méritos de cada proyecto y votar de acuerdo a un análisis fundado?

Esta materia ha sido objeto de discusión desde los orígenes más tempranos de la democracia representativa. Edmundo Burke, en 1774, escribió una Carta a sus Electores de Bristol que define los deberes de todo miembro del Parlamento: "Debe ser la felicidad y la gloria de los representantes vivir en estricta unión, en estrecha correspondencia y en la comunicación sin reservas con sus constituyentes. Sus deseos deben tener gran peso; sus opiniones el más alto respeto, sus intereses su atención constante. Es su deber sacrificar su descanso, sus placeres, sus satisfacciones a las de ellos; y siempre, en todos los casos, deben preferir sus intereses a los suyos propios'. Pero esta sería una dimensión de la labor del congresista: tan importante como aquella era que la 'opinión imparcial' del representante, 'su juicio maduro, su conciencia ilustrada no debe ser sacrificada ante vosotros ni ante ningún hombre, ni grupo de hombres', pues 'sus representantes les deben no solo su trabajo arduo, sino también su juicio sabio y los traicionan, en vez de servirlos, si lo sacrifican a sus opiniones".

El problema de un Congreso que es mero intérprete de la opinión popular es que genera respuestas que reducen el horizonte de tiempo y prevalecen así las consideraciones de muy corto plazo por sobre las de períodos más largos: por ejemplo, retiro de fondos previsionales ahora, sin importar su efecto en pensiones futuras. Es más, una función principal del Congreso es producir una síntesis entre los intereses legítimos pero divergentes que existen naturalmente y deben convivir en una sociedad democrática plural, arbitrando sabiamente la inevitable competencia por recursos que son escasos para garantizar el bien del conjunto. Así, si la única orientación para el trabajo parlamentario es complacer a quienes son más vociferantes en la creación del clima de opinión, es lógico que prioricen los recursos educacionales para la gratuidad universitaria. Pero una reflexión sin sesgos y sin sometimiento a la tiranía de la opinión popular llevaría a considerar también las demandas de las primeras etapas del sistema educacional, pues es allí donde se gestan las mayores desigualdades, que no se superan con el transcurso del tiempo.

La democracia exige otros dos requisitos irrenunciables a quienes nos representan: uno, que acepten que ellos son iguales a todos nosotros ante la ley y no gozan de ningún privilegio que no sea estrictamente necesario para el cumplimiento de su función. Y, en segundo lugar, que respeten el imperio del Estado de Derecho y las limitaciones institucionales a su poder, lo cual es incompatible con 'sacrilegios constitucionales' o con la apropiación de funciones que la Constitución no les otorga.

 

Columna de Lucía Santa Cruz, Consejera LyD, publicada en El Mercurio.- 

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