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¿Por qué sí? ¿Por qué no?

El Mercurio

Quienes no somos activistas políticos tenemos el deber de matizar, analizar críticamente todas las argumentaciones y, en lo posible, contribuir a darle mayor densidad a la discusión sobre una nueva Constitución. Me admira, por eso, que tantos tengan hoy el 100 % de sus preferencias por el Apruebo o por el Rechazo, sin ninguna duda, cuestionamiento o incertidumbre.

A mí, estas me acechan, porque las dos opciones son igualmente legítimas y hay argumentos para ambas. La primera pregunta es si la Constitución es la causa de la división entre los chilenos y de la explosión que hemos vivido. De acuerdo a los estudios de opinión anteriores al 18 de octubre, la demanda por una nueva Carta era claramente minoritaria. El programa electoral del Presidente Piñera no contemplaba una nueva Constitución, la cual, en cambio, sí era parte de la propuesta del candidato que fue ampliamente derrotado en las urnas. Por otra parte, las demandas sociales subyacentes a la crisis no requieren de un cambio constitucional para ser satisfechas; la Carta que nos rige ha permitido gobiernos de muy distinto signo; políticas públicas muy diferentes; la ampliación de las esferas del Estado en temas como la educación y la previsión, y niveles tributarios y de gasto social muy diferentes.

¿Podrá el proceso constituyente restaurar el orden público? ¿Reducirá la polarización que, por definición, es incompatible con la deliberación democrática? Un punto inquietante es la idea de escribir sobre 'una página en blanco': si bien el hecho de que deba aprobarse por 2/3 —y por ello ser el reflejo de un consenso amplio de opinión— es una garantía de cierta continuidad institucional que evitaría una refundación total, lo cierto es que no se sabe cuáles serían las consecuencias en caso de desacuerdos. Según han afirmado dirigentes de izquierda, si no hay acuerdo, por ejemplo, respecto del derecho a la vida o del derecho de propiedad u otros, sencillamente estos dejan de ser garantizados constitucionalmente y pasan a ser materia de ley, por lo que una mayoría simple decidiría su alcance o extensión.

Por otro lado, hay temor de que votar Apruebo equivaldría a apoyar la violencia. Al respecto, preciso es recordar que los violentistas no están de acuerdo con la nueva convención constituyente y nunca fueron parte ni aprobaron el acuerdo del 15 de noviembre entre gobierno y oposición; que siguen movilizados en forma violenta y al margen de la ley, con el propósito de entorpecer la realización del plebiscito; que abogan por una asamblea constituyente originaria, soberana y refundacional para reemplazar el poder del Congreso y asumir potestades legislativas, y su fin último es sustituir la economía de mercado y la democracia representativa.

Entre los partidarios del Apruebo, por el contrario, hay muchos que, lejos de propiciar la violencia, con razón o sin ella, estiman que la única salida que evita una confrontación mayor y garantiza la vigencia de la democracia es una solución política que se funde en una nueva Constitución, sin ilegitimidad de origen, gestada democráticamente y aprobada por una mayoría incuestionable. El problema es que pocas constituciones fueron gestadas en democracia, ya sea por su antigüedad, que antecede a la existencia del sufragio universal, o porque han sido la respuesta a una crisis institucional y, sin embargo, son plenamente legítimas; es más, muchas de ellas originadas en democracia han devenido en autoritarias, iliberales y antidemocráticas.

¿Por qué se nos enfrenta a preguntas binarias para un problema tan complejo? Una opción igualmente institucional y legítima habría sido la reforma inmediata y sustantiva de la Carta del 2005, proclamada entonces como 'plenamente democrática'; y nada indica que es más fácil lograr 2/3 para una nueva Constitución que para reformar la actual.

Columna de Lucía Santa Cruz, Consejera de Libertad y Desarrollo, publicada en El Mercurio.- 

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