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La Calle

El Líbero

Los políticos, que han hecho una buena gestión al lograr la semana pasada el acuerdo por la paz que nos llevará a una nueva constitución, proceso que bien conducido puede tener un feliz término, están en un esfuerzo por escuchar a la calle. En ese afán, se barajan distintas iniciativas que contribuirían a aliviar el malestar que sufre nuestra población.

Sin embargo, pocos se detienen a pensar en lo siguiente: ¿de qué hablamos cuando hablamos de la calle?

La manifestación más masiva, realizada en la Plaza Italia el viernes 25 de octubre habría reunido cerca de un millón doscientas mil personas. Luego se han realizado diversas marchas y manifestaciones de diversos tipos en distintos barrios de Santiago. Una estimación razonable de estas últimas indica que pueden haber reunido, entre todas, a cerca de 500 mil personas. Los que persisten en salir a la calle dando a conocer su rechazo al gobierno y exigiendo, por esta vía, cambios a la Constitución y otras reivindicaciones varias, son un grupo variopinto que contiene, entre otros a los siguientes subgrupos: izquierda dura cuyo objetivo es la derrota total del gobierno; gente de centro izquierda no necesariamente extrema, pero con un alto compromiso ideológico, que consideraba importante mantener la presión sobre el gobierno y los políticos; jóvenes que no estudian ni trabajan. Recordemos que, en esta categoría, los NINI, según los caracterizan las encuestas de empleo, hay cerca de 600.000 personas en el país y entonces debemos pensar que son algo menos de 300.000 jóvenes en Santiago.

En medio de estas manifestaciones, muchas de ellas convocadas por el Partido Comunista y sus organizaciones de fachada, se camuflaron muchos extremistas, delincuentes, narcotraficantes y jóvenes que, sin pertenecer a estas categorías, utilizaron una inusual violencia, destruyendo locales comerciales, mobiliario público, plazas y parques, automóviles y otros bienes privados. Hay varios indicios de que estos manifestantes son financiados y abastecidos logísticamente por terceros y que muchos de ellos están entrenados para la insurgencia y algunos tienen roles de mando en la acción violentista. Hay blancos que han sido recurrentes, como iglesias y monumentos.

Carabineros se ha visto superado por los manifestantes violentos en muchas ocasiones. La activa vigilancia de organizaciones de derechos humanos chilenas y extranjeras y la actuación de algunos jueces ha mermado la eficacia de su acción. Aún así, la semana pasada la institución informaba de la detención de 13.300 personas.

Lo que impresiona al analizar los casos de personas detenidas es que el 66% de ellos tiene 5 o más detenciones previas. Otro 20% ha sido detenido entre 1 y 4 veces. Cálculos conservadores indican que hay cerca de 20.000 personas igualmente violentas participando en saqueos y destrozos a la propiedad pública y privada que no fueron detenidos.

Es decir, un verdadero ejército de cerca de 35.000 personas ha estado asolando nuestra principal ciudad durante un mes y ellos son mayoritariamente delincuentes habituales, aquellos que realizan portonazos, asaltos a residencias particulares y pequeños negocios.

¿Podemos entonces decir que en la calle están representadas las demandas sociales? Claramente no, no en este grupo. Las demandas de ellos son que los dejen delinquir tranquilos, amparados en las verdaderas reivindicaciones sociales y en la merma de la capacidad de reprimir esas conductas por parte de Carabineros. Ha habido aquí una alianza espuria entre extremistas políticos y delincuentes, que amparados en la masividad inicial de las protestas han buscado sus propios objetivos: forzar una nueva constitución en una asamblea constituyente y robar, destruir y satisfacer sus bajas pasiones.

Debieran considerar los políticos que hay una gran mayoría silenciosa que quiere paz. Su expresión está reprimida por temor a la violencia y porque nadie los representa en la discusión pública. También hay mucho descontento y personas que quieren cambiar muchas cosas de la manera cómo funciona nuestra sociedad hoy. El Acuerdo por la paz es un camino y todos debemos actuar con responsabilidad para intentar que sea exitoso. El primer requisito para ello es aislar a los violentistas.

Los políticos debieran interpretar adecuadamente este sentir y no dejarse llevar por el camino fácil del populismo ni por la cobardía de la corrección política.

 

Columna de Luis Larraín, Director Ejecutivo de Libertad y Desarrollo, publicada en El Líbero.- 

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