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Columna de Lucía Santa Cruz en El Mercurio: «Memoria e historia»

El Mercurio

 

Recorriendo pueblos europeos es usual encontrar memoriales recordatorios de sus hijos abatidos en las guerras mundiales: una estatua al soldado desconocido y una placa con cientos de nombres de los caídos. El propósito es rendirles un homenaje y conmover la conciencia respecto de las consecuencias de las guerras. Por cierto, no encontraremos junto a estos monumentos una 'contextualización' sobre sus causas o sobre los efectos del Tratado de Versalles.

Nuestro Museo de la Memoria es eso: apela, sin contexto ni explicación causal, a los sentimientos, y busca horrorizar. Se basa en la premisa de que es necesario tomar conciencia de las violaciones ocurridas a través de la prisión sin debido proceso, la tortura o el asesinato. Esto permite una identificación empática con el sufrimiento experimentado por compatriotas y debería tener un poder de sanación y de advertencia.

Quienes vivimos el quiebre de la democracia sabemos que un enfrentamiento que divide al país en amigos y enemigos irreconciliables, cuando cada grupo llega al extremo de pensar que para sobrevivir debe ser a expensas de la vida del otro, tiene como el costo más alto la eliminación de la línea divisoria entre el bien y el mal, esa línea que surge en forma espontánea, sin necesidad de reflexión previa, entre lo que está permitido y lo que nunca, bajo ninguna circunstancia, se puede cometer. Las crisis profundas y las experiencias límites conllevan inevitablemente el imperio de dilemas morales complejos.

Por eso, la restauración de la democracia exige restituir en forma clara y sin matices cuál es el 'deber ser' de una sociedad que se precie de ser medianamente humana e ilustrada. La apelación emocional de los memoriales es una forma de contribuir a ello. 

Sin embargo, para lograr el propósito, más importante aún, de que esto no vuelva a ocurrir no basta con reiterar como un mantra 'Nunca más'. Es imperativo tener una comprensión profunda de los contextos y las causas, y no se puede renunciar al deber intelectual que se nutre no solo de la memoria, sino de la historia. Quienes no quieren asumir la responsabilidad de haber promovido la violencia y la revolución pretenden sofocar un debate al respecto, argumentando que cualquier intento por analizar ese período equivaldría a una justificación de lo ocurrido. Siempre ha habido intentos autoritarios para manipular la historia y controlar la memoria, y es contra eso que la historiografía lucha. Porque los países necesitan memoria, pero también historia, que no es solamente testimonial, sino que trata de buscar desapasionadamente la verdad, presentando en forma rigurosa y completa los eventos y desarrollos del pasado, dándoles una interpretación coherente con ellos. El cumplimiento de los estándares requeridos en esta disciplina no garantiza obviamente el establecimiento de una verdad única y final, no solo porque todo conocimiento científico es conjetural, sino porque las interpretaciones históricas son por naturaleza 'construcciones frágiles', siempre sujetas a nuevos descubrimientos, a nuevas preguntas y enfoques, y por eso la discusión y el debate son indispensables para permitir la reinterpretación del pasado.

Como sociedad, hay preguntas que no podemos ni debemos eludir. ¿Qué sucede cuando una minoría del país aspira a imponer, al margen del Estado de Derecho, un cambio revolucionario que la mayoría rechaza? ¿Qué ocurre cuando se apoya la vía armada como método legítimo de la lucha política o se promueve la guerra civil? ¿Cuáles son las consecuencias de predicar el odio y de tratar de destruir, por 'formal y burguesa', la democracia representativa, única forma de gobierno capaz de hacer prevalecer las libertades y los derechos humanos?

En suma, la derecha debe convivir con la memoria; y la izquierda, tolerar la historia.

Columna de nuestra Consejera, Lucía Santa Cruz, publicada hoy en El Mercurio.-

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