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El gobierno y las reformas: un justificado rechazo

Las recientes declaraciones formuladas por el Ministro Secretario General de Gobierno en un diario de circulación nacional, nos invitan a reflexionar en relación a dos de las reformas emblemáticas del gobierno para su último año de mandato: las reformas educacional y constitucional. Como parte de una coordinada estrategia comunicacional del gobierno, el Ministro Eyzaguirre hace un intento por armar un relato sobre el legado de la actual administración y sale a defender las reformas educacional y constitucional con una mirada que restringe la libertad de las personas, en el primer caso, y otra que genera mayor grado de incertidumbre, en el segundo. Veamos.

Para justificar la reforma educacional y los altos costos políticos que ha debido asumir el gobierno, el Ministro Eyzaguirre compara dicha reforma con la apertura de la economía chilena al comercio internacional ocurrida en la década de los ochenta. Sin embargo, la comparación no es correcta. A diferencia del proceso de apertura de nuestra economía, que buscó ampliar los grados de libertad y bienestar de los chilenos en materia económica más allá de nuestras fronteras, en el caso de la reforma educacional pasa precisamente lo contrario: la reforma educacional de este gobierno restringe la libertad de los chilenos.

Durante los últimos 30 años el sistema educacional chileno ha avanzado notablemente en términos de aumento de cobertura, de calidad y de reconocimiento de la heterogeneidad del país. Su principal causa se encuentra en el sistema mixto que ha sido propiciado e incentivado en Chile, donde las escuelas, liceos e instituciones de educación superior estatales conviven con una serie de proyectos educativos gestionados por privados, los cuales han sido en muchos casos una opción de viable, de calidad y deseada por muchos chilenos.

Este gobierno ha impulsado una ambiciosa reforma educacional que, en vez de utilizar los espacios existentes para mejorar nuestro sistema educacional, pretende rediseñarlo poniendo como énfasis en lo estatal y en lo que sea controlable por los gobiernos de turno, atentando directamente en contra de la participación de la sociedad civil. Todos los proyectos de ley que forman parte de la reforma educacional tienen un elemento en común: desconfían de las personas, de las familias y de la sociedad civil en general, pretendiendo que el Estado debe asumir roles de los cuales también han participado los privados, basándose en diagnósticos equivocados.

En la educación escolar se ha prohibido al 93% de las familias contribuir monetariamente a la educación de sus hijos, obligándolos a conformarse con los recursos que el Estado es capaz de entregar para este fin, el cual se encuentra muy por debajo del promedio de países desarrollados. Asimismo, ha instaurado un cúmulo de obligaciones y restricciones que tienen por objeto terminar con el endemoniado "lucro" en la educación, haciendo cada vez más difícil la gestión de colegios privados y, por supuesto, haciendo prácticamente inexistente la entrada de nuevos colegios al sistema. La reforma educacional prohíbe además que los colegios tengan sus propios procesos de admisión, siendo estos sustituidos por una tómbola centralizada gestionada desde Santiago por el Ministerio de Educación, haciendo prácticamente imposible la adhesión de las familias a los diversos proyectos educativos, y haciendo inviable la existencia de colegios con alta exigencia académica o con proyectos educativos especiales.

En educación superior se desconfía nuevamente de la sociedad civil. Las instituciones que se ven favorecidas son directamente las estatales, sin importar la calidad de éstas y menoscabando el aporte que muchas instituciones gestionadas por privados han hecho por décadas al país. Fundamentándose en "el abandono" que el Estado ha tenido con sus propias instituciones, el foco de la discusión se ha puesto en las instituciones y no en los verdaderos beneficiarios que son los estudiantes y sus familias. La gratuidad busca controlar desde el Estado a toda institución que no sea estatal, fijando incluso los precios de los aranceles y el crecimiento máximo que éstas pueden tener. Las ayudas estudiantiles no se entregan en razón de la vulnerabilidad de los estudiantes y de la calidad de las instituciones sino más bien al  tipo de instituciones a que estos asisten, privilegiando siempre lo estatal.

No es casualidad, entonces, el amplio rechazo que genera la reforma educacional entre los chilenos.

En el caso de la reforma constitucional, la situación no es muy distinta. El gobierno también parte de un diagnóstico errado. El Ministro Eyzaguirre afirma que la causa de la incertidumbre reinante en materia constitucional sería la falta de legitimidad de origen del texto y ello justificaría reemplazarlo por uno nuevo debatido en democracia. Insiste, asimismo, en que no hay nada “disruptivo o retroexcavador” en la discusión constitucional.

Como es de esperar, la visión que tiene el Ministro sobre la legitimidad de la Constitución no es compartida por destacados políticos y constitucionalistas de su propia coalición de gobierno. Sin ir más lejos, el ex Ministro Jorge Burgos nos recordaba recientemente que dicho argumento es “feble” considerando las más de 30 reformas que, en plena democracia, ha tenido el texto constitucional. Uno habría de suponer que habiéndose aplicado y respetado rigurosamente la Constitución durante los últimos 25 años,  las dudas sobre su supuesta ilegitimidad ya estarían absolutamente superadas. En este sentido, las explicaciones del Ministro parecen más bien un último intento (¿desesperado?) por mantener vigente un proceso constitucional que solo genera más dudas que certezas.

Sorprendentemente, para eliminar la “incertidumbre” que generaría la actual Constitución, el Gobierno prefiere el camino fácil que consiste en desafiar la institucionalidad vigente para reformar su texto a través del envío de un proyecto que modifica el Capítulo XV, que regula precisamente el procedimiento, incluyendo quórum, para introducir cambios a la Carta Fundamental. Aunque el Ministro afirme que no hay nada “disruptivo o retroexcavador” en su ideario constitucional, uno podría afirmar todo lo contrario a partir de la propuesta del Gobierno. En efecto, qué más disruptivo que promover un proyecto de reforma que busca trasladar la discusión constitucional a instancias extra parlamentarias, como sería un plebiscito o una asamblea constituyente, o bien que otorgaría un poder excesivo a mayorías que son circunstanciales. Desde esta perspectiva, se puede afirmar que lo que genera una justificada preocupación y desconfianza en esta materia es precisamente la pretensión del gobierno de cambiar el mecanismo para modificarla, sin que previamente se haya discutido cuáles son los cambios necesarios, y no su supuesta ilegitimidad de origen.

Los mecanismos para modificar la Constitución y el espacio para su discusión están claros. Tal como ha sido nuestra larga tradición republicana, esta tarea le corresponde al Congreso Nacional máximo depositario de la soberanía popular.  Aunque al Gobierno le disguste, cualquier intento por privar a aquél de lo que han sido sus atribuciones y responsabilidades tradicionales solo genera más incertidumbre e inquietud entre los chilenos. Resulta, pues, poco comprensible que el gobierno insista en la necesidad de generar confianzas y certeza jurídica en el país y, al mismo tiempo, pretenda llevar adelante un proceso reformador totalmente perturbador en lo constitucional.

No es casualidad, entonces, la justificada incertidumbre que genera el proceso de reforma constitucional promovido por el Gobierno.

 

Columna de Francisco Orrego B., Sub Director Asuntos Políticos y Legislativos, Libertad y Desarrollo.-

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