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Educación superior

La Tercera

Aunque aún no se ingresa el texto definitivo, el Gobierno dio a conocer los contenidos del proyecto de ley con que buscará reformar el sistema de educación superior. Quizás lo que más ha llamado la atención es que el avance hacia la gratuidad universal se realizará de forma gradual, conforme se vayan cumpliendo ciertas metas en cuanto a los ingresos estructurales. Metas que parecen lejanas: suponiendo un crecimiento del 3% anual y una elasticidad de 1,2, la gratuidad universal no se produciría antes del año 2060. Por un lado una buena noticia; en un país como el nuestro, con diversas necesidades sociales, parece una locura privilegiar el financiamiento público de la educación superior de quienes en el futuro serán los mejor posicionados.

Pero por el otro, es preocupante analizar los alcances que podría tener la reforma a la institucionalidad que propone este proyecto. Y es que pareciera que el Gobierno utilizó la tan popular gratuidad como excusa para introducir una reforma que lo que hace en realidad es modelar un nuevo sistema de educación superior a su pinta, que desconoce tanto las cualidades como los defectos del actual sistema, y que se despreocupa de resolver los verdaderos problemas que aquejan a los jóvenes de menores ingresos y que los imposibilitan de acceder a la educación superior. Éstos no son realmente el pago de un arancel, sino una educación previa deficiente, que les impide siquiera optar a este nivel educativo, y la necesidad de costear otras urgencias personales o familiares, así como gastos de mantención durante los años de estudio en que no pueden trabajar a tiempo completo. Éstas, las verdaderas limitantes para mejorar la cobertura en educación superior de los sectores más modestos, quedan postergadas una vez que se decide amarrar el crecimiento de los ingresos estructurales al avance en la gratuidad para los alumnos de los deciles de mayores ingresos.

Del mismo modo, el proyecto concentra en el Estado excesivas funciones, varias de las cuales no le corresponden a éste si no a las mismas instituciones como parte de su autonomía. Así, se le delega la atribución de definir los recursos que se entregarán a las distintas instituciones (a través de la fijación de aranceles), los gastos en que éstas deberán incurrir para no desviarse de su propia misión institucional (a través de la labor que se delega en la nueva Superintendencia), la cantidad máxima de alumnos que podrán matricular (a través de la fijación del crecimiento máximo de las vacantes), el perfil de profesionales que las distintas carreras deberán formar (a través de la creación de un marco de cualificaciones), e incluso los estándares de calidad que guiarán el proceso de acreditación (que serán definidos por la Subsecretaría perteneciente al Ministerio de Educación).

De esta forma, bajo la excusa de cumplir con la gratuidad y de “terminar con el lucro”, esta reforma bien podría terminar estandarizando la provisión de educación superior y la formación de los profesionales del futuro, como si éstos fuesen un commodity. Y restringiendo la masificación de la educación superior que los chilenos demandan. Nada más lejano a lo que la realidad y la modernidad exigen.

Columna de María Paz Arzola, investigadora del Programa Social de LyD, en La Tercera.-

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