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SUBSIDIARIEDAD, CONSTITUCIÓN Y EFICIENCIA ECONÓMICA

A continuación reproducimos la columna de José Francisco García, Coordinador de Políticas Públicas de LyD, publicada en El Mercurio Legal:

La Constitución ha buscado delimitar de manera prolija la intervención del Estado en la sociedad civil y en los mercados. Si bien no hay una definición explícita del principio en la Constitución Política, a diferencia del principio de autonomías sociales (art. 1 inciso 3º) o de bien común (art.1 inciso 4º), encontramos diversas manifestaciones del mismo. Por supuesto las dos referencias anteriores del artículo 1° son fundamentales. A estas se agregan las normas sobre libertad de asociación (art. 19 Nº 15), libertad de enseñanza (art. 19 Nº 11), prohibición de monopolio estatal sobre los medios de comunicación y derecho a fundar, editar mantener y medios de comunicación (art. 19 Nº 12 incisos 2º y 5º, respectivamente), y la sanción respecto del malo uso por parte de los grupos intermedios de su autonomía (art. 23). Por cierto en el ámbito económico, la subsidiariedad emana con fuerza del artículo 19 Nº 21.

La Subsidiariedad se analiza desde dos dimensiones. Desde la perspectiva negativa, ello implica un vasto campo a la libre iniciativa individual para el desarrollo de las más diversas actividades, mientras se persigan fines lícitos. En este ámbito se reserva al Estado cumplir sus funciones indelegables o connaturales, básicamente, relaciones exteriores, defensa, administración de justicia y provisión de bienes públicos. Nótese que en este punto, la subsidiariedad refleja plenamente los postulados del liberalismo económico clásico. La Constitución de 1980, reconoce a la persona supremacía por sobre el Estado y trasladando todo el poder estatal económico no regulatorio a los cuerpos intermedios creados por los particulares (e.g., empresas), sólo por excepción una actuación subsidiaria.

Desde la perspectiva positiva, se abre al Estado la posibilidad de intervenir subsidiariamente en un determinado ámbito, cumpliendo algunos requisitos copulativos y exigiéndosele a su vez los denominados requisitos post-intervención. Entre los primeros destaca: (a) el que se trate de actividades o fines que apunten al bien común, (b) que los privados no estén logrando un determinado fin o no exista presencia de privados en un ámbito fundamental para el bien común, y (c) que el Estado haya agotado lealmente todos los esfuerzos para que dichas actividades sean desarrolladas por los particulares. Entre los segundos, encontramos que el Estado (d) debe continuar incentivando a los particulares para que tomen o retomen dicha actividad y (e) debe retirarse de un ámbito, abandonando completamente su intervención subsidiaria, una vez que los particulares están en condiciones o estén asumiendo dicha actividad.

Así, entendido desde la perspectiva constitucional, la subsidiariedad cumple el rol de mantener en su justo espacio el rol del Estado en la economía, en los mercados. Ello va de la mano con la mirada garantista de las libertades económicas que promueve la Constitución.

Desde la perspectiva económica, la subsidiariedad reserva, por razones de libertad y eficiencia, un lugar privilegiado a la libre concurrencia de oferentes y demandantes a toda clase de mercados de bienes y servicios. Ello deja al Estado en su rol de poder intervenir, de manera eficiente (siempre que los beneficios de la intervención sean superiores a los costos), frente a las fallas de mercado. Sabemos que esta intervención es problemática por las “fallas de la regulación” y los problemas de acción colectiva. A su vez ello también implica que el Estado genere bienes públicos. Esta generación de bienes públicos no se opone a su participación ahí donde existan bienes privados con componentes de bien público o que generen externalidades positivas, donde se recomienda una participación estatal limitada y focalizada, por ejemplo a través de subsidios.

Con todo, una mala intervención subsidiaria es aquella que utiliza conceptos como bien común (concepto jurídico indeterminado) o algún justificativo económico vago (bienestar social donde ni siquiera se ha realizado la evaluación social de dicha medida) para la consecución de cualquier objetivo, sea este político o para favorecer a determinados grupos de interés. Ello implica un esfuerzo permanente por “objetivizar” a través de parámetros y estándares claros regulatorios el que la intervención estatal se limite a cumplir con los roles antes descritos y bajo un serio escrutinio de costo-beneficio y costo-efectividad de su actuación. Más aún si estamos ante recursos por definición escasos, con usos alternativos y a los que queremos destinar a aquellas políticas o programas sociales donde de alcancen los mayores grados de rentabilidad social.

Queda de manifiesto de lo anteriormente expuesto el hecho de que, al igual que cualquier principio de acción gubernativa, la aplicación del principio de subsidiariedad en una sociedad política determinada envuelve complejos problemas de apreciación; de ahí la importancia del rol de la economía neoclásica desde la perspectiva de la delimitación del rol del Estado en la economía (las justificaciones regulatorias), y de ciertos instrumentos de política pública claves de ser considerados en las intervenciones regulatorias: análisis costo-beneficio y costo efectividad. En efecto, porque sabemos que allí donde ingresa el Estado, aunque sea “subsidiariamente”,  resulta difícil que haga abandono, aún cuando los particulares puedan llevar a cabo el 100% de dicha actividad, que las enseñanza de la teoría económica de la regulación y la mejor tradición neoclásica resultan fundamentales en el intento de “objetivizar”, a través de parámetros más precisos, aquellas áreas donde es posible que el Estado pueda cumplir un rol subsidiario. En este sentido, aquellos que defienden la subsidiariedad desde el constitucionalismo, encontraran en estas visiones económicas, criterios más definidos para evaluar la correcta intervención del Estado en la economía.

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