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¿Puertas abiertas?

El Mercurio

Han hecho bien el ex Presidente Piñera y el senador Ossandón al poner el tema de la inmigración sobre el tapete. Por supuesto que hay riesgos de que el debate tome un giro populista. Pero los llamados a "no politizar" algo de tan obvia trascendencia política -que moldea el tipo de sociedad en que queremos vivir- están fuera de lugar.

El debate público ha sido instructivo: sabemos ahora que la población inmigrante no es demasiado numerosa (2,7% del total al 2015; en Gran Bretaña es 4 veces superior), pero también que se duplicó en los últimos cuatro años. Tal vez hoy ya sea mucho mayor de lo que se cree. Aunque entre los recién llegados hay pobreza, en promedio, los inmigrantes tienen mejor educación que los nativos, ganan y trabajan más. Su nivel de vida es mejor que en sus países de origen y se dicen satisfechos.

Al venirse, los inmigrantes están votando a favor de nuestro tan criticado modelo de desarrollo. Debemos recibirlos con los brazos abiertos y, por ejemplo, eliminar las anacrónicas restricciones a la contratación de extranjeros que todavía subsisten. Pero no hay que ser ni racista ni xenófobo para reconocer que la afluencia masiva o indiscriminada de extranjeros presenta problemas. A diferencia de la apertura de las fronteras a la libre importación de bienes y servicios, la inmigración no siempre eleva el ingreso per cápita de los nativos en el país receptor: si atrae mano de obra complementaria con la nacional (para faenas en las que acá ya no hay suficientes interesados, o al revés, que es altamente calificada), su efecto es favorable; si se limita a sustituir a trabajadores nacionales, la inexorable ley de los rendimientos decrecientes dictamina un resultado perjudicial. Además, ello podría afectar especialmente a los trabajadores de menores ingresos. Si la afluencia de extranjeros es paulatina, sus dificultades económicas y culturales son menores, porque hay tiempo para la asimilación. En cambio, una irrupción masiva puede ser muy costosa. Algo hay que aprender del Brexit.

Afortunadamente, en Chile estamos aún a tiempo de aplicar una política inmigratoria racional. Nuestra actual Ley de Extranjería -que data de 1975- no ofrece un marco legal adecuado. El gobierno del ex Presidente Piñera intentó modernizarla, sin éxito. El actual gobierno anuncia un nuevo proyecto. Lo importante es que -más allá de cambios meramente administrativos- podamos seguir las mejores prácticas internacionales en la materia. Además de controlar el ingreso de posibles delincuentes, hay que prevenir la masiva llegada de "turistas" que luego se tornan indocumentados y establecer criterios para una admisión selectiva, como aplican Australia y Canadá. Sebastián Edwards lanzaba recientemente una idea atractiva: visa automática de residencia para los extranjeros titulados en nuestras universidades. Que el debate siga.

Columna de Juan Andrés Fontaine, Consejero de Libertad y Desarrollo, en El Mercurio.-

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