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Los impuestos nuevamente

El Libero

Comienza a instalarse el ambiente previo a una reforma tributaria. Los anuncios indican la intención de simplificar la normativa existente y darle un look más pro inversión a la estructura tributaria actual. Además fuimos notificados de la mantención de la tasa del impuesto a las corporaciones y empresas. De ser así las cosas, se trataría de una iniciativa positiva, pero que podría ser juzgada como modesta, atendidos los requerimientos de ahorro e inversión necesarios para retomar un proceso de crecimiento sólido de largo plazo. Pero claro, una reforma tributaria nunca está exenta de restricciones.

En este caso, habría a lo menos dos obstáculos relevantes que conspiran contra la pretensión de propiciar una reforma más audaz. Primero, la situación fiscal base objetiva, y segundo, la viabilidad política de lograr los acuerdos necesarios para la aprobación en el Parlamento.

En cuanto a lo primero, es indudable que el nivel y trayectoria esperada del gasto público puede representar un severo obstáculo en un plazo mediato. Sin embargo, también cabría tener en consideración el rol del “tiempo” como aliado en situaciones base complejas, como parece ser ésta. La reforma bien puede ser diseñada, como lo han sido en el pasado, considerando etapas en el tiempo, lo que proporcionaría espacios de holgura en tanto se racionaliza y administra la evolución del gasto. Ello requeriría contar con la aprobación del Parlamento y la credibilidad del mercado si aspira a ser ejecutada y además exitosa. En tal contexto, es comprensible que la dosis de audacia de la propuesta dependa críticamente de la percepción que se tenga respecto a la viabilidad de su aprobación legislativa.

En cuanto al contenido específico del proyecto, se espera que el impuesto a las empresas sea el actor principal. Mucho se ha escrito sobre este impuesto y su impacto en el crecimiento. Presumo que no se requiere insistir sobre los efectos que puede tener éste en la perspectiva del crecimiento de largo plazo. Pero quizá cabría preguntarse sobre quién lo asume. ¿Es acaso este impuesto real, o es éste una especie de fantasma? ¿No son acaso las personas quienes tarde o temprano terminan pagando los impuestos? ¿Qué sentido tiene entonces hablar de impuestos a las corporaciones o empresas?

Al respecto, Cerda (2017) en una revisión de la literatura económica sobre política tributaria, cita a Harberger (2006), quien sugiere que en una economía pequeña y abierta, altamente integrada al resto del mundo, el impuesto a las corporaciones lo pagan principalmente los trabajadores. La intuición que subyace a este resultado consistiría en que ante la obligación de un impuesto, el capital, de movilizarse con facilidad, lo eludirá buscando retornos alternativos más atractivos. Por su parte, si los precios de los bienes están marcados por los precios internacionales, las empresas están imposibilitadas de subir los suyos propios y traspasar así el ajuste a los consumidores. Es así como el ajuste termina recayendo principalmente sobre el factor trabajo, que es el factor con mayor dificultad para adaptarse. De ser este análisis correcto, pareciera que establecer este tipo de impuestos sería “políticamente muy incorrecto”.

Entonces, ¿por qué existe este impuesto, si además de imponer costos a la economía y limitar su potencial de crecimiento, también golpea con especial intensidad a los trabajadores? Quizás la principal razón plausible sea que se pretenda usar como un mecanismo de recaudación, en el sentido de adelantar el pago del impuesto “personal” que les corresponde a los dueños de las empresas. Pero ello, y abstrayéndose de las consecuencias propias de tal adelanto, es en el entendido de que el sistema se encuentra “integrado” y que estamos hablando sólo de un crédito del accionista al Fisco. Pero si se pretende que el impuesto lo pague el capital y no los dueños, se estaría haciendo trampa en el solitario.

La discusión y desenlace de esta reforma emitirá sugerentes señales. Se nos ha indicado que la situación fiscal base es más delicada de lo que se percibía originalmente y que ello motivaría la decisión actual de no alterar tasas. El tiempo es un socio que siempre es posible de convocar y que permitiría ganar espacios y dar señales coherentes para el mediano y el largo plazo. Sin embargo, y al margen de la discusión sobre el nivel de las tasas, la cuestión de la integración es un asunto no menor, porque de él depende que estemos hablando del efecto de un impuesto, con todas sus implicancias económicas y de incidencia, o el de un crédito.

Columna de Pablo Ihnen D., miembro del Consejo Asesor de Libertad y Desarrollo, publicada en El Líbero.-

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