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El arquitecto del régimen

El Libero

El arquitecto de la reforma de pensiones, Rodrigo Valdés, ha presentado finalmente el proyecto de ley que le ha mandatado la Presidenta Bachelet para transformar nuestro sistema previsional de capitalización individual y aporte solidario del Estado en un sistema con un componente de reparto.

Los dos pecados capitales del proyecto de Valdés son: 1) que financie un aumento de las pensiones con un impuesto al trabajo, lo que es altamente regresivo y perjudicial para la economía chilena; y 2) que introduzca el germen del reparto intergeneracional, al crear una cotización de los actuales trabajadores para financiar las pensiones en curso que sumergirá a Chile en la crisis demográfica que viven aquellos países que deben financiar con cada vez menos trabajadores activos a un número creciente de jubilados.

El ministro de Hacienda, con estos dos elementos, va en camino de convertirse en el destructor serial de la economía chilena más peligroso de los últimos cuarenta años. Luego de conseguir, junto a su antecesor Alberto Arenas, la reducción de la clasificación de riesgo de Chile por el deterioro de las cuentas fiscales y la anulación de su capacidad de crecimiento, introduce dos nuevos elementos que, de aprobarse esta reforma, lesionarán permanentemente las perspectivas de mediano plazo de la economía chilena.

El financiamiento de las pensiones con un impuesto al trabajo tendrá un impacto negativo sobre el empleo y las remuneraciones, según lo consigna el Informe de Productividad elaborado por el propio gobierno. Aunque Valdés ha tratado de relativizar su impacto luego de la desafortunada declaración de la Presidenta que reveló que desconocía el informe, el hecho es que éste dice explícitamente que puede haber una pérdida de empleos que podría llegar a los 394.00, con efectos intermedios entre 60.000 y 124.000 empleos. Adicionalmente se calcula por el Banco Central una caída de remuneraciones de 3,3% real. Como el ahorro previsional adicional financiará en buena parte pensiones de otros, rompe la relación mayor ahorro-mayor pensión, lo que generará un desincentivo a cotizar.

Es además regresivo, porque grava a cerca de 5,2 millones de trabajadores con un sueldo líquido promedio de $600.000 y una mediana de $430.000, para mejorar las pensiones de actuales y futuros pensionados ricos y pobres. Los beneficiados serán a) aquellos con pensiones mayores a $600.000 que recibirán $120.000, que es más que el máximo aporte estatal que reciben los pensionados más pobres favorecidos con el pilar solidario del sistema actual ($104.000); b) pensionados entre $300.000 y $600.000, que recibirán un aumento de 20%; y c) pensionados del pilar solidario con pensiones entre $104.000 y $300.000, que recibirán un aumento menor al 20%, pues ese incremento es sólo sobre la pensión autofinanciada. Los que tienen pensión básica solidaria no recibirán un peso.

El segundo grave problema del proyecto es la introducción del reparto intergeneracional que impactará nuestro sistema con una crisis demográfica. Se plantea como transitorio, porque teóricamente a partir del tercer año una parte creciente del ahorro, hasta llegar a tres puntos, irá a una cuenta personal administrada por un ente estatal, disminuyendo así el aporte intergeneracional. Pero la verdad es que políticamente será muy difícil en el futuro cumplir este cronograma de reducción del aporte intergeneracional. Bastará una marcha de No+AFP para que los políticos se vean presionados a continuar con el aporte, para mejorar las pensiones de los jubilados de ese momento. La transitoriedad de este aporte parece ser más bien un intento del ministro Valdés por salvar su responsabilidad histórica frente a la crítica de haber introducido el reparto intergeneracional al sistema de pensiones, en un momento en que todos los países huyen de él por sus devastadores efectos sobre las finanzas públicas.

La fidelidad del ministro Valdés a los dictados de su jefa ha sido máxima, casi conmovedora. Ha llegado a poner en juego su prestigio profesional y académico por avalar reformas insensatas y contra el signo de los tiempos, como la reforma laboral, a la cual se suma ahora la de pensiones. Pese a los graves daños que causará a la economía chilena, Valdés, el arquitecto del régimen, se las ha arreglado para que la reforma funcione, en el sentido de que pueda llevarse a cabo, cosa que seguramente su antecesor no habría logrado por la complejidad de la tarea.

La moneda con que le han pagado a Valdés por su labor, no obstante, parece muy devaluada. Perdió en toda la línea su disputa con la ex ministra del Trabajo, Ximena Rincón, al no ser capaz de mejorar un ápice la reforma laboral que nos dejó sin posibilidad alguna de reemplazo en la huelga; por lo que somos el país con más rigidez de toda la OCDE en esa materia.

Pese a sus esfuerzos, el ministro no ha logrado contener el aumento del gasto fiscal, que bajo su responsabilidad sigue creciendo, aumentando el déficit. El crecimiento económico ha sido paupérrimo bajo su gestión, lo que junto al desborde fiscal ha motivado a las clasificadoras internacionales de riesgo a bajar nuestra categoría crediticia.

Y ahora, con el rechazo del Comité de Ministros a la realización del proyecto minero Dominga, una inversión de 2.500 millones de dólares que crearía más de 10 mil empleos en una zona deprimida, pierde en toda la línea la disputa con el ministro del Medio Ambiente, Marcelo Mena, quien recibe el respaldo público de la Presidenta Bachelet.

¿Cuáles son los límites del ministro Valdés? ¿Puede un país a seis meses de terminar el mandato del gobierno seguir con una autoridad económica así de devaluada?

 

Columna de Luis Larraín, Director Ejecutivo de Libertad y Desarrollo, publicada en El Líbero.-

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