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La desigualdad en su lugar

El Libero

Hace cuatro años la discusión pública en Chile tenía un tema dominante: la desigualdad. El clima político que se instaló en Chile en esos años no admitía matices. Tanto es así, que el programa de gobierno de Michelle Bachelet, que ganaría unos meses después la elección presidencial, giraba sobre ese único eje. Se subirían los impuestos en tres puntos del PIB, afectando principalmente la tasa corporativa (pagaría el 1% más rico, según el ministro de Hacienda), hasta llevarnos a ser el segundo país con la tasa de impuesto a las empresas más alta de la OCDE, pese a que somos el tercero más pobre de ese club de 35 naciones ricas.

Se utilizarían esos recursos para una profunda reforma educacional, tanto a nivel escolar como de educación superior. En los colegios se eliminaría el financiamiento compartido, mecanismo mediante el cual los padres aportaban más de 500 millones de dólares cada año a la educación de sus hijos, contribuyendo a aumentar su calidad. Se renunciaba a esos recursos porque producían “segregación”. Se afirmaba que los alumnos recibían una educación cuya calidad dependía de la capacidad de pago de sus padres, una verdad a medias o posverdad, porque dependía también de la disposición a pagar de los apoderados. Los padres que priorizaban la calidad de la educación de sus hijos y hacían sacrificios por ellos serían castigados por la reforma. El ministro Nicolás Eyzaguirre lo ejemplificó bien: había que bajar de los patines a los niños de la educación particular subvencionada, porque los de la educación pública estaban en desventaja.

Una reducción de la desigualdad puede ser deseable, dependiendo de las preferencias y valores de cada cual. Pero de allí a convertirla en un valor absoluto y objetivo único hay un trecho grande. La falta de reflexión llevó a satanizar el financiamiento compartido en educación, el lucro, y también a ningunear a los apoderados que preferían colegios particulares subvencionados para sus hijos. Los chilenos querían diferenciarse, pero las reformas de Bachelet lo impedían.

Lo paradojal es que el efecto logrado en educación escolar es que, en lugar de existir ocho niveles o tramos de calidad de educación, ahora habrá sólo dos: los colegios particulares pagados que cobran 200, 300 o 400 mil pesos mensuales, por una parte (aproximadamente 8% de la matrícula); y por otra parte todo el resto, que será gratuito. Es decir en lugar de “segregación” tendremos apartheid. En Sudáfrica, en tiempos de la auténtica segregación, la población blanca equivalía al 8% del total.

El otro gran objetivo de la reforma educacional era la gratuidad. Un objetivo imposible por su alto costo y completamente injusto, porque beneficia a los chilenos de más altos ingresos.

De más está decir que hoy la reforma educacional, y la tributaria, son desaprobadas por cerca del 60% de la población que rechaza la incertidumbre y la pérdida de su capacidad de elegir, todo sacrificado en aras de la igualdad. El peor fracaso del Gobierno de Bachelet es que seguramente entregará el poder a la centroderecha. Y el tema de esta campaña ya no es la desigualdad, sino el crecimiento y el empleo, que han estado ausentes estos cuatro años.

Y no es que la desigualdad haya disminuido en este tiempo, seguramente será muy similar a la del inicio de su Gobierno o incluso un poco mayor. Lo que sucede es que la tan mentada desigualdad extrema de Chile no era tal y en realidad venía cayendo consistentemente.

Pero en la era de la posverdad, no hay oídos para la evidencia.

Según nos revela un informe que acaba de publicar el PNUD, la desigualdad de ingresos viene disminuyendo sistemáticamente en Chile desde el año 2000. No sólo ha bajado el coeficiente de Gini desde 0,55 a 0,48, sino también la razón entre los ingresos del 10% más rico y el 40% más pobre (de 3,58 veces a 2,78), y también la razón entre los ingresos del 20% más rico y el 20% más pobre (de 14,8 a 10,8).

Es decir, contrariamente a la propaganda de la izquierda, el modelo de economía libre con política social que ha regido en Chile en las últimas décadas ha ido mejorando la distribución del ingreso. Los datos de la encuesta CASEN, que se usan para medir la desigualdad, lo dicen con meridiana claridad: mientras el 10 % más rico de la población ha aumentado sus ingresos en un 30% en los 15 años entre el 2000 y el 2015, el 10% más pobre los ha aumentado en un 145%.

Pero el informe del PNUD nos revela otro dato que ha sido menos difundido. El coeficiente de Gini que mide la desigualdad se calcula habitualmente sobre los ingresos monetarios de las familias. Estos ingresos pueden provenir de salarios o de subsidios en dinero que las familias reciben del Gobierno. Sin embargo, en Chile las familias más pobres reciben además de los subsidios en dinero, subsidios en especies. Básicamente educación, salud y vivienda. Si uno calcula el valor de esos subsidios y se los agrega a los ingresos, el coeficiente de Gini en Chile baja 11 puntos, según nos ha revelado el PNUD. Vale decir el indicador cae de 0,48 a 0,37, situándose al nivel de muchos países desarrollados. Portugal, Australia y el Reino Unido, por ejemplo, tienen 0,34 y Estados Unidos 0,40.

Aunque los valores del Gini de los otros países que cito acá son calculados con ingresos monetarios, la mayoría de las prestaciones sociales en ellos no son focalizadas. O sea, no excluyen a los ciudadanos de clases medias y altas, de manera que el Gini calculado sumando ingresos no monetarios no debiera diferir mucho del que sólo considera ingresos monetarios en esos países.

Dicho de otra manera, los derechos sociales universales que la izquierda nos quiere vender para Chile son esencialmente injustos, porque entregan recursos a todos, independientemente de su capacidad económica. Lo contrario ocurre con los países como Chile, que tienen políticas sociales focalizadas.

Chile aún tiene un camino que recorrer en la reducción de la desigualdad, en mi opinión, pero ya ha hecho un progreso notable. Y esto último no lo digo yo, sino las cifras publicadas por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Pongamos, entonces, a la desigualdad en su lugar.

 

Columna de Luis Larraín, Director Ejecutivo de Libertad y Desarrollo, publicada en El Líbero.-

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