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La Ley de la Silla

El Libero

En la primera mitad del siglo XX, la Ley de la Silla fue una iniciativa precursora en materia de derechos laborales en Chile y hasta hoy figura en los anales de la historia de las llamadas leyes sociales. Nosotros en el siglo XXI tenemos ahora nuestra propia Ley de la Silla, aunque creo que no tendrá la relevancia de su antecesora y pasará más bien sin pena ni gloria como una más de las restricciones a la libertad personal que nos imponen los gobiernos.

Se trata de una ley que prohíbe  a los menores de 12 años ocupar el asiento delantero de un automóvil y que exige transportar a los menores de 9 años en sillas especiales.

Son varias las preguntas que surgen cuando estamos frente a este tipo de leyes. La primera es: ¿Por qué el Estado tiene que obligar a los padres a tomar determinadas medidas para proteger la vida de sus hijos, que obviamente es una responsabilidad y prioridad de los progenitores? Luego, uno debiera preguntarse: ¿Qué evidencia hay de que esta medida será más eficaz que las que toma un padre actualmente para proteger la vida de los niños?

Al examinar los datos disponibles, uno puede concluir que estas medidas se imponen sin que ninguna evidencia respalde su eficacia.

En el caso de las sillas, estudios realizados en Estados Unidos con datos de muertes por accidente de niños entre 2 y 6 años desde 1975 en adelante, muestran que no hay diferencias entre los niños que viajaban en una silla y aquellos que lo hacían protegidos por un cinturón de seguridad. La evidencia es robusta en señalar esto. También hay evidencia para nuestro país que indica que las muertes de niños menores de 9 se han mantenido constantes en los últimos quince años, pese al importante aumento en el parque automotriz. Las lesiones por accidentes, por su parte, han disminuido significativamente, lo que es un indicador de que las medidas que regían hasta esta ley —cinturones de seguridad para los niños mayores— resolvían adecuadamente el problema.

Son innumerables los costos y dificultades que enfrentan las familias y la sociedad para cumplir con esta ley. De partida está el costo de las sillas y los kits que permiten instalarlas y utilizarlas después en coches de paseo, que llega a cifras muy importantes y que muchas familias no pueden abordar sin grandes sacrificios. Enseguida, está la necesidad de contar con automóviles de gran tamaño para acomodar a los niños. La mayoría de los autos hoy día tiene espacio para dos sillas en su asiento trasero. Hay familias que tendrán que cambiar el auto por esta ley, lo que es francamente absurdo e inabordable para muchos.

También está el tema de los turnos para llevar a los niños a los colegios. Habrá que preocuparse no solamente de los propios autos, sino además de los autos de los otros padres y madres del turno. Es posible incluso que se produzca “segregación” a quienes tienen autos pequeños.

Está también el costo de fiscalizar estas medidas. ¿Creemos que el mejor uso de los carabineros, entrenados en materia de seguridad, será fiscalizar autos de mamás que lleven niños al colegio, o más bien debieran estar en las calles evitando que se roben o asalten esos autos, las viviendas y las personas?

Por último, la ley es discriminatoria, porque no es exigible para taxis ni quienes realizan transporte escolar remunerado. Curioso, porque son las circunstancias en que terceros transportan a los niños lo que podría justificar mayor regulación. Pero el poder de presión de los grupos de interés parece ser más importante para el Gobierno.

Desgraciadamente, esta medida se inscribe entre aquellas en que el Gobierno se arroga el derecho a protegernos, sin preguntarnos, y restringiendo de hecho nuestra libertad. No hay razón para ello desde el momento en que no hay terceros, distintos a los padres y sus hijos, que se vean afectados por lo que ocurra con estas normas. No se trata de proteger a la sociedad de nuestras conductas, sino a nosotros mismos.

Hago el símil con la ley que prohibió la venta de Super Ocho y otras golosinas en los colegios, más otras restricciones que pretenden introducir a nuestra dieta los llamados “fascistas de la comida” que quieren decirnos qué podemos comer y qué no. Esta tendencia a regular cuestiones que están en el ámbito de decisiones personales o familiares y que no afectan a terceros, les quita a los padres la responsabilidad de cuidar a sus hijos, de formarlos y educarlos, para entregarle esa misión al Estado. Así se crean sociedades menos responsables y que le piden todo al Gobierno.

Nuestros gobiernos hoy día no cumplen bien con sus responsabilidades básicas, como resguardar el orden público o auxiliar a los más necesitados, y paradojalmente adquieren cada vez más tareas y funciones que no les son propias y pertenecen al ámbito personal y familiar. Si quienes creemos en la libertad no levantamos nuestra voz, esta tendencia a capturar el Estado para lograr fines de grupos de interés seguirá creciendo.

 

Columna de Luis Larraín, Director Ejecutivo de Libertad y Desarrollo, publicada en El Líbero.-

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