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Impuesto verde no necesariamente logra el equilibrio entre crecimiento y sustentabilidad

La reforma tributaria estableció un “impuesto verde” que comenzará a ser recaudado a partir de abril del 2018. Se trata de un impuesto anual a beneficio fiscal que gravará las emisiones al aire de Material Particulado (MP), Óxidos de Nitrógeno (NOx), Dióxido de Azufre (SO2) y Dióxido de Carbono (CO2), producidas por fuentes fijas, con una potencia térmica mayor o igual a 50 MWt (megavatios térmicos). El Ejecutivo acaba de dar a conocer las 85 empresas afectas a este impuesto, lo que incluye no solo compañías generadoras de energía, sino también cementeras, papeleras, metalúrgicas y alimenticias.

La aplicación de un impuesto a las emisiones de contaminantes tiene sentido económico, ya que busca alinear los costos privados con los costos sociales. Sin embargo, esto conlleva un efecto directo en el costo de producción de las actividades productivas afectas al impuesto, lo que debe ser sopesado. El desafío para un país en vías de desarrollo como Chile debe centrarse es promover el desarrollo como fuente principal para generar progreso y, a su vez, internalizar las externalidades que produce la actividad en el entorno (como la sobre explotación de recursos naturales, la contaminación o la destrucción del patrimonio ambiental), equilibrando de ese modo crecimiento y sustentabilidad. Este nuevo impuesto no necesariamente logra tal objetivo.

En el caso de la generación eléctrica, principal afectado por este nuevo gravamen, el impuesto a las emisiones locales constituye una regulación adicional a la normas de emisiones de centrales termoeléctricas ya existente. Estas últimas han sido altamente efectivas para la reducción de contaminantes locales y su adopción significó una cuantiosa inversión por parte de los agentes económicos. Los nuevos impuestos sumarían a ello un costo adicional, pero con dudosos resultados en términos socio ambientales.

En el caso del impuesto a las emisiones de CO2, hay argumentos a favor y en contra de la medida. Por una parte, es cierto que se estaría reconociendo que existe una externalidad que tarde o temprano debe ser abordada. Con esta regulación se estaría construyendo un marco regulatorio inicial que eventualmente podría transitar a futuro hacia un mercado de permisos de carbono, conectado a mercados internacionales donde se pudieran transar permisos. Además, está en línea con el compromiso adquirido por Chile bajo el Acuerdo de París, donde el país comprometió una reducción de 30% de las emisiones de CO2 por unidad de PIB al 2030, tomando como base de comparación el año 2007. Se propuso también que, de recibir ayuda financiera internacional y sujeta al ritmo de crecimiento económico, esta meta podría aumentar hasta 45%.

No obstante lo anterior, parece a lo menos dudoso que a Chile le conviniera adelantarse en el marco de la reforma tributaria con un impuesto a las emisiones de carbono, sin antes haber evaluado otras medidas posibles que pudieran resultar más costo efectivas para cumplir con el mismo objetivo.

La aplicación de un impuesto a las emisiones globales tiene además importantes implicancias económicas puesto que necesariamente se verá reflejado en el costo de la energía (y otros productos) a consumidor final y significará un nuevo golpe a la competitividad de nuestra actividad productiva. Peor aún, dado que los costos de abatimiento son muy elevados, podría no haber mayores reducciones en las emisiones de CO2, lo que dejaría a éste como un mero impuesto, sin nada verde que ofrecer.

Susana Jiménez, Coordinadora de Políticas Públicas de Libertad y Desarrollo.-

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