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Cerrando el año con chapucerías en educación

La Tercera

El gobierno ha celebrado lo que ha llamado la puesta en marcha de la gratuidad en la educación superior. En mi opinión, no existe tal gratuidad y no es una buena noticia para todos los alumnos vulnerables, sino solo para los que estudian donde le gusta al gobierno. Más aún, la gratuidad no es la mejor forma de usar recursos para dar igualdad de oportunidades a los estudiantes más vulnerables ni para garantizar calidad, autonomía y diversidad cultural.  Vamos por parte.

En materia de la institucionalidad que requeriría un modelo de gratuidad en régimen, no hay una propuesta oficial aunque sí riesgos de pérdida de autonomía universitaria por sumisión de proyectos propios a las condiciones del financiamiento estatal. El mismo Mineduc que protagonizó estas sucesivas malas propuestas de transición a gratuidad, en régimen debiera fijar el precio a unos 10.000 programas usando modelos complejos. Con recursos escasos, y la fuerte captura institucional observada, el Gobierno debe decidir si sacrificará masividad o calidad. Pero además, y tal como se deriva de lo anterior, podrá tener en sus manos la alternativa de favorecer con mayor o menor arbitrariedad entre las ofertas educativas de cada institución a través del control estatal del mecanismo de financiamiento, lo que ha concitado la preocupación por la autonomía universitaria.

Basándose en los antecedentes conocidos y en la reciente discusión legislativa relativa a la glosa presupuestaria y a la ley corta, algunos rectores han subrayado con razón este riesgo sobre su autonomía futura. Algunos de ellos sin embargo, sopesando los riesgos financieros, han adherido prontamente a la propuesta en medio de complejas argumentaciones elaboradas a partir de la “seguridad” que les daría el fallo del Tribunal Constitucional como garantía respecto al futuro respeto a la autonomía y la no discriminación arbitraria entre alumnos de igual vulnerabilidad. Sin embargo, ello contrasta con el contenido de la ley aprobada, la cual discrimina arbitrariamente entre estudiantes de universidades estatales y privadas, y entre alumnos de universidades y centros de formación técnica e institutos profesionales.

Al menos tres riesgos importantes afloraron tras la reciente discusión de la glosa presupuestaria en educación y la llamada ley corta que ofrece gratuidad focalizada en el 50% de estudiantes más vulnerables. Por una parte, la ineptitud sumada a la complejidad de la fijación de precios. Por otra, el riesgo de ceder a la captura de parte de grupos de presión que han actuado como cartel. Por último, el riesgo de usar criterios arbitrarios que ponen en riesgo la autonomía universitaria. Dicho sea de paso, hace un buen rato se entregan más recursos a las universidades del CRUCH, bajo argumentos que responden más a la historia que a la calidad vigente.

Desde esta primera etapa, el gobierno debió constatar que la gratuidad no existe, que la educación superior tiene costos, que una parte significativa de los recursos de la reforma tributaria se han usado en otras cosas porque sin crecimiento cuesta más financiar al gobierno cada año, y que en definitiva, había restricción presupuestaria. Confirmarlo debe haber sido doloroso, pues primero aceptó bajar la cobertura desde un 60% a un 50% (estimo unos 450 mil estudiantes). Pero los recursos tampoco eran suficientes para este último universo.

Había dos caminos para ajustarse a la disponibilidad de recursos. El primero de ellos era reconocer que menos beneficiarios en forma directa y apuntar nuevamente a un porcentaje inferior al 50% de alumnos vulnerables antes señalado. El segundo camino consistía en usar un criterio complementario (o varios) como la calidad educativa de las instituciones (lo que el Tribunal Constitucional consideró legítimo) u otros rechazados por el Tribunal.

La preferencia por lo segundo permitía seguir aseverando que se llegaba al 50% de los alumnos vulnerables (aunque con condiciones), pero resulta que fue imposible dar con una fórmula que cuadrara la caja sin discriminar arbitrariamente. Ante la disyuntiva, se prefirió favorecer a un grupo de universidades estatales pese a que significaba postergar a algunos alumnos más vulnerables que los que se beneficiarían, simplemente por estudiar en centros que el gobierno deseaba  privilegiar.

Antes que la vulnerabilidad y la preferencia de los estudiantes, y sin contrastar variables duras como publicaciones, empleabilidad y remuneraciones, en lo que sería un análisis más acabado, se optó por privilegiar universidades estatales. Pese al fallo del Tribunal Constitucional el gobierno mantuvo porfiadamente esa postura, presentando un proyecto que no se esfuerza por apegarse al fallo de esta instancia, lo que me parece grave pues debilita la institucionalidad. La oposición tampoco se mostró abiertamente contrariada, cediendo en su postura y en la defensa institucional a cambio del compromiso de priorizar a futuro a estudiantes de institutos profesionales y centros de formación técnica, además de mejorar parcialmente sus becas.

Lo visto no es para nada satisfactorio. El fondo del problema es que la gratuidad universal es extremadamente compleja y pretender masividad, calidad y diversidad es una ecuación no resuelta; la aventura puede ser muy costosa para el país, en especial existiendo otros caminos alternativos.  En definitiva, un mal cierre de año.

 

Columna de Rosanna Costa C., Subdirectora de Libertad y Desarrollo, publicada hoy en La Tercera.-

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