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José Francisco García en El Mercurio Legal: «Discrecionalidad administrativa y agencias independientes»

JFG 2Pareciera que el Derecho Público Chileno se encuentra atrapado frente a dos maneras, aparentemente antagónicas e irreconciliables respecto de cómo entender la discrecionalidad administrativa, y en particular el margen de deferencia que pueden tener las agencias administrativas en el proceso de complemento y pormenorización de las reglas y estándares fijados por el legislador en diversos sectores regulados. Un buen ejemplo de la intensificación de este debate lo encontramos en el derecho ambiental -especialmente en el control de la misma en sede de protección y en relación a derechos fundamentales-.

Algunos administrativistas nacionales (Montt, 2010 y Cordero, 2015), siguiendo a Harlow y Rowlings (2009), han utilizado icónicamente el entendimiento de este debate desde las posiciones del Derecho Administrativo de la “luz roja” —centrado en lo que podríamos denominar garantías formales sobre la base del principio de legalidad y estándares exigentes y amplísimos de revisión judicial— y el de la “luz verde”  —orientado al cumplimiento de los objetivos que subyacen la regulación económica o la actividad prestacional que le ha sido encomendada a la Administración por la Constitución y las leyes, materializando principios como servicialidad, eficacia, eficiencia, etc—. Subyace también al debate, desde el campo constitucional, distintos entendimientos, absoluto o relativo, respecto del principio de separación de funciones (mal llamado de poderes).

El profesor Cass Sunstein (1996), plantea bien los argumentos del Derecho Administrativo de “luz verde” en el debate norteamericano, confrontándola con la mirada más formalista de la “luz roja” de acuerdo a las categorías posteriores de Harlow y Rowlings, aunque en su lenguaje el debate se plantea entre dos tipos de legitimidades de la regulación: “formal” y “sustantiva” (que en Chile fueron analizadas por Romero, 2004).

Para Sunstein, los abogados se han focalizado demasiado y por mucho tiempo en el control de la discrecionalidad administrativa, y demasiado poco en los efectos actuales de la conducta administrativa en el bienestar social. Así, las discusiones sobre el Estado administrador —y las propuestas por mejorarlo— caen en dos categorías generales. La más familiar es la tradicional aproximación de los abogados, reflejada en la Ley de Procedimiento Administrativo (APA por sus siglas en inglés) y en mucho del derecho administrativo convencional. Aquí se encuentra, sostiene, un rango de esfuerzos para limitar la discrecionalidad administrativa, principalmente a través de requerimientos procedimentales y la revisión judicial. Bajo esta visión, el problema básico del Estado administrador es el ejercicio de la discreción en la implementación de políticas públicas por burócratas no elegidos; la solución básica es reducir esta autoridad discrecional.

Una aproximación alternativa, acá la llamaremos de “luz verde”, está relacionada con el mejoramiento del desempeño regulatorio por vía de la formulación de preguntas concretas acerca de los efectos de la regulación. Desde esta perspectiva, la discreción administrativa es un problema solamente en la medida que tal discreción produzca malos resultados. Y bajo este punto de vista, las doctrinas de derecho administrativo, y las propuestas de reforma para el Estado administrativo, debieran estar fundadas en un entendimiento concreto acerca de qué estrategias harán que la regulación funcione mejor, por ejemplo, salvando o ampliando vidas, reduciendo costos, incrementando el empleo, y mejorando la educación. Si, por ejemplo, la discrecionalidad administrativa es en algún dominio probable que dé lugar a mejores resultados que la discrecionalidad legislativa —como es ciertamente imaginable en áreas técnicamente complejas, especialmente aquellos que involucran la opción de medios para alcanzar determinados fines según Sunstein— entonces debiera haber al menos una presunción a favor de la discrecionalidad administrativa. En efecto, si una doctrina de derecho administrativo —que involucre, por ejemplo, una deferencia judicial a las interpretaciones administrativas del derecho— reduce el costo final y aumenta la racionalidad de la regulación, hay un buen argumento para sostener tal doctrina.

La pregunta relevante es entonces cómo conciliar entonces la mirada expuesta por enfoques que parecen antagónicos (luz verde vs., luz roja; legitimidad procedimental vs. sustantiva) sin perder de vista, por supuesto, el respeto irrestricto de los derechos de los administrados y la certeza jurídica —el Estado de Derecho exige el que no existan actos de la Administración que queden exentos de poder ser escrutados en sede judicial—.

Con el profesor Luis Cordero (2012), hemos venido planteando hace algún tiempo una de las respuestas posibles para lograr dicha conciliación, sobre la base de un rediseño institucional de nuestras agencias administrativas y de sus prácticas regulatorias, partiendo por transformar a nuestras Superintendencias en agencias reguladoras independientes. Ello implica una serie equilibrios y contrapesos institucionales nuevos en cuanto a su integración, remoción, financiamiento, transparencia, etc.

Lo anterior debe ir acompañado de ciertos upgrades desde el punto de vista procedimental, especialmente en técnicas relativas a la participación ex ante de los regulados en el plano normativo (reglas de notice and comment), o el uso de técnicas como el análisis de impacto regulatorio o de costo beneficio de las decisiones de las agencias que operan como barrera a la arbitrariedad al obligar la fundamentación racional/proporcional de la decisión regulatoria tomada por la agencia entre múltiples opciones (incluida la de no hacer nada). Lo anterior, tendría también un impacto positivo respecto de las discusiones en torno a los estándares de revisión judicial apropiados de la discrecionalidad administrativa, especialmente si estamos ante un tribunal experto —como tenemos actualmente en diversos mercados regulados—.

Bajo este contexto, no es necesario elegir una de las opciones entre legitimidad sustancial o legitimidad formal, pues el marco regulatorio debe generar los incentivos para que se respeten ambas y se complementen. Ello, en beneficio directo de los administrados.

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