Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.

11 de marzo de 2018

La Tercera

En tiempos marcados por abrazos, anuncios y amplia cobertura mediática de las distintas candidaturas presidenciales, puede resultar un poco aguafiestas advertir que las cosas no se vienen fáciles a partir del 11 de marzo del 2018. No puedo, sin embargo, dejar de señalar algunas verdades que recomiendo tener a la vista, tanto por parte de los candidatos como de los electores, para no caer en la tentación de prometer lo que después no se podrá cumplir.

Sin más rodeos, lo que quiero señalar es que hay malas noticias en el horizonte. No es difícil entender que no se puede gastar más de lo que se tiene o que, al menos, eso tiene un límite. Y precisamente el problema es que quien quiera que llegue en marzo a La Moneda recibirá un país con un duro balance fiscal, marcado por un alto déficit y una deuda creciente, lo que sumado a nuestro bajo crecimiento arriesga incluso una baja en la calificación de riesgo soberano.

Peor aún, los gastos ya comprometidos para los próximos tres años superan los gastos que son compatibles con el objetivo que se impuso el propio gobierno para reducir el déficit estructural. Específicamente, estas "holguras negativas" que se heredarán al próximo gobierno irán aumentando –según las proyecciones oficiales- desde US$ 382 millones el 2018 a US$ 784 millones el 2020, sumando en total algo más de medio punto del PIB. Eso quiere decir no solo que la actual administración gastó más de lo prudente, sino que, de forma inédita, dejó amarrado al próximo gobierno a lidiar con un exceso de gasto ya comprometido.

Esto fue distinto para la elección pasada. En el período 2010-2013 se observó un superávit promedio de 0,2% del PIB, pese a tener que financiar todo el gasto proveniente del terremoto de febrero del 2010, además de los rezagos de la crisis financiera. Además, hace 4 años el país crecía a buen ritmo (lo que permitía proyectar mayores niveles de recaudación tributaria) y el gobierno entrante contaba con holguras fiscales positivas para acomodar sus gastos de acuerdo a sus prioridades.

A partir del año 2014, sin embargo, se ha observado un creciente aumento del déficit fiscal efectivo, desde -1,6% el 2014 hasta -3,3% proyectado para el 2017. En este contexto, la deuda pública ha crecido sustancialmente, de 8,6% del PIB el año 2010 a la cercanía de 25% estimado para este año. El escenario, por tanto, ha sufrido un marcado deterioro; ahora asumirá el nuevo gobierno con una economía debilitada y una restricción fiscal nunca antes vista.

Por eso ¡ojo con los ofertones!, porque la fragilidad fiscal no resiste aventuras populistas. Los electores pueden ser sensibles a propuestas que prometan mejorar su calidad de vida, pero después no perdonarán si éstas no se cumplen.

Así, por ejemplo, sustituir beneficios por derechos es un riesgo, pues genera expectativas que luego no son posibles de satisfacer. En efecto, si hay algo que ha quedado medianamente claro con la tramitación de la ley de gratuidad para la educación superior es que los recursos no alcanzan, a menos que se posterguen o desconozcan necesidades más urgentes. Otros, en tanto, proponen financiar sus dádivas disponiendo generosamente de los recursos de terceros -al menos así interpretaría las propuestas de socializar los recursos destinados a las pensiones y la salud- pero tampoco eso es sostenible en el tiempo.

Lo anterior nos lleva inevitablemente a hablar del tema tributario donde, como era de esperarse, ya se escuchan las mayores discrepancias entre las distintas candidaturas. La razón de estas diferencias radica en una visión completamente opuesta de cómo dar soluciones a los problemas de la gente: están los que creemos que el crecimiento es el motor del progreso porque amplía las oportunidades a las personas, genera empleos, permite superar la pobreza y mejora la calidad de vida; y los que piensan que basta para ello con repartir la riqueza existente (¡sin atención a cómo se genera!), para lo cual los impuestos y otras formas de transferencia surgen como las herramientas más adecuadas.

El problema de éstos últimos es que tendrán que lidiar con la evidencia -y no me refiero a la vasta literatura que lo confirma, sino a la experiencia más reciente de la reforma tributaria del 2014- de que un alza sustancial de los impuestos no redunda necesariamente en mayor recaudación. Uno imaginaría que a estas alturas pocos podrían seguir defendiendo la tesis que un alza impositiva no afecta las decisiones de inversión y, por ende, el crecimiento económico y la recaudación fiscal, pero las propuestas de elevar impuestos siguen inexplicablemente a la orden del día en algunos programas presidenciales. En la otra vereda, en tanto, están quienes proponen bajar impuestos a fin de reimpulsar la actividad económica –algo que sin duda comparto- pero no podrán tampoco evitar hacerse cargo de la necesidad de mantener los niveles de recaudación, dada la estrechez fiscal heredada.

Hay, por último, un elemento adicional al cual prestar atención, que es el gasto fiscal. El gasto de gobierno ha aumentado sostenidamente desde 17,2% del PIB en el 2006 a niveles superiores a 24% del PIB estimado para este año. De este modo, el aparato estatal ha ido engordando de la mano de un aumento significativo de funcionarios públicos y un mayor gasto en remuneraciones, sin un correlato evidente de mejores servicios y prestaciones públicas. La austeridad fiscal, por tanto, también debería ser un aspecto importante a considerar a la hora de evaluar las propuestas de los distintos candidatos.

 

Columna de Susana Jiménez, Subdirectora de Políticas Públicas de Libertad y Desarrollo, publicada en La Tercera.-

Tags:

otras publicaciones

El Mercurio

El Líbero