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Del buen salvaje a la demonización de las élites

El Libero

Fue nada menos que Rousseau uno de los que inició la teoría del buen salvaje, según la cual las personas más simples y primitivas son por esencia buenas, en “estado de naturaleza”, ingenuas, amables. La antropóloga Margaret Mead en la década de los sesenta intentó darle sustento a esta teoría, con resultados bastante pobres según varios científicos modernos que demostraron, por ejemplo, que estas personas aparentemente inmaculadas podían ser agresivas y violentas. Diversas investigaciones han constatado la acción destructora del medio ambiente de poblaciones primitivas y establecido correlaciones positivas entre desarrollo económico y condición ambiental, lo que hace hervir de rabia a los ecologistas tipo sandía; aquellos que son verdes por fuera pero rojos por dentro y no ven la causa de un medio ambiente limpio (una noble causa) como algo distinto a una extensión de la lucha de clases del camarada Marx.

Lo que vive Chile hoy día, si uno se deja guiar por los humoristas del Festival de Viña del Mar, es una verdadera demonización de las élites. Cualquier persona con cierta representatividad o poder es sospechosa de utilizarlo para su provecho personal (sospecha sana a mi juicio), pero muchos van más allá y nos quieren convencer de que estas posiciones se utilizan siempre para esquilmar, explotar y abusar del resto de los chilenos de manera sistemática y perversa. Eso ya no es tan bueno, pues puede convencer a muchos de que no es a costa de esfuerzo personal, sino incendiando la pradera, como conseguirá mejores condiciones de vida.

Un analista de encuestas, con un exceso de entusiasmo creo yo, atribuyó a las rutinas de los humoristas del Festival la última caída de popularidad de Bachelet. Aun bajándole el tono a esa aseveración, el tema no parece ser como para ignorarlo.

Una sensata columna de Max Colodro en La Tercera nos recuerda que aunque la reacción contra los abusos de las élites es positiva para la sociedad, esa crítica no debe circunscribirse a los poderosos, sino extenderse a todos aquellos que no cumplen con estándares éticos en sus actuaciones cotidianas. Y nos recuerda luego que casi un tercio de los usuarios del Transantiago se “asignó” el derecho a no pagarlo porque considera que el servicio es de mala calidad; que son cientos de miles las personas que anualmente engañan al sistema de salud pública (y privada agrego yo) entregando licencias médicas falsas; que son muchos miles los que entregan datos incorrectos en la ficha de Protección Social para acceder a beneficios que no les corresponden, que hay miles de “exonerados políticos” que jamás lo fueron y reciben su pensión, etc. Pareciera, agrega el columnista, que el problema de las malas prácticas no está única y exclusivamente radicado en los políticos corruptos o en los empresarios tramposos, sino que recorre de manera muy extendida a la sociedad, como síntoma de una cultura donde la trampa y el engaño se han enquistado casi como una forma natural de vida.

Me hizo recordar el columnista una anécdota en que un ejecutivo de una clínica contó el caso más “freak” de robo que habían sufrido durante su gestión: un sujeto que fue sorprendido descendiendo en el ascensor vistiendo una parka que abultaba exageradamente su figura y que escondía un WC, que el hombre pacientemente había destornillado de los baños del cuarto piso.

En fin, creo percibir en esta demonización de las élites en que líderes de las redes sociales, animadores de televisión y otros personajes que no son precisamente menesterosos arrancan como al diablo del calificativo de poderoso, un fuerte tufillo a una extensión de la teoría del buen salvaje.

Según ella serían los poderosos los que faltarían gravemente a la ética cometiendo todo tipo de tropelías y los humildes, en cambio, los “sin monea”, víctimas propiciatorias de los primeros.

No es negativa una cierta distancia del poder, una sutil desconfianza en quienes se presentan como modelos de virtud amparados en la posición que ocupan; pero ¡cuidado! Desconfiemos también de los defensores de los pobres de nuevo cuño, de los que aparecen para golpear en el suelo a los caídos que ayer fueron poderosos y que quizás entonces formaban también parte del indigno corrillo que se aglomera en toda reunión social alrededor de los fatuos.

 

Columna de Luis Larraín, Director Ejecutivo de Libertad y Desarrollo, publicada en El Líbero.-

 

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