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A ocho siglos de la Magna Carta: tres cuestiones

IMG_0477por Joaquín Rodríguez Droguett, Director de Formación del Círculo Acton

Sobre la Historia de la Libertad solemos tener prejuicios que nos impiden apreciar con claridad el curso de los eventos que nos han llevado a la constitución y protección de nuestras garantías individuales frente al Poder. Creemos que la Libertad comienza con la extensión del sufragio, con una independencia nacional, o con una revolución popular, pero lo cierto es que los sucesos no son tan demócratas e idealistas como muchos quisieran. En particular corresponde ahora referirse a una historia que ha tomado 800 años, en un camino accidentado como un fiordo, pero que es el camino que a la larga hemos recorrido, y que nos deja múltiples lecciones.

Se dice de la Magna Carta de Libertades que es tan solo un tratado de paz firmado por unos barones rebeldes y el rey. Entonces ¿cuál es su importancia? Bertrand de Jouvenel dice de ella que “a pesar de no ser más que una capitulación del rey ante unos intereses privados que se defienden, emplea fórmulas de derecho y de libertad válidas para todos los tiempos”. Este documento es el precedente del Constitucionalismo porque le da la guía material que este ha de seguir en los siglos postreros: la protección de la Libertad y la limitación del Poder. Establece principios como la Separación entre Estado e Iglesia (artículo 1), fija las libertades de ciudades y burgos (artículos 13 y 23), establece reglas que restringen el servicio militar (artículos 12, 14 y 15), consagra reglas de Debido Proceso que integran a casi todos los ordenamientos contemporáneos (artículos 34, 36 y 38 al 40), consagra la Libertad de Comercio (artículo 41) y la Libertad de Tránsito (artículo 42), establece un principio de Responsabilidad del Rey que contempla acciones para pagarse de su daño (artículo 61) y otorga, finalmente, amnistía por el conflicto que llevó a la formulación de la Carta Magna (artículo 62).

También se suele decir que no es más que la garantía de “ciertas libertades”, sólo la de los barones y prelados, y que por ello su importancia no se extiende más allá que a unos intereses “de clase”. Sin embargo debemos advertir que aquí hay también un matiz que altera determinantemente la lectura. Mientras que en siglos posteriores los movimientos en el continente tuvieron una raigambre plebeya que no hizo más que alimentar una tiranía de masas y fortalecer el poder, la dinámica en Inglaterra fue diferente. El autor antes citado dice al respecto de la nobleza inglesa que “hace que la clase de propietarios libres, los yeomen, se sientan pequeños aristócratas que tienen con los grandes señores unas libertades comunes que defender” y que “hay que decir que más bien la plebe ha sido llamada a tener los privilegios de la aristocracia. La intangibilidad del ciudadano británico es la del señor feudal”.

Por último también se ha sostenido que la tradición de la Magna Carta corresponde a los países anglosajones, y que nuestras propias características culturales no nos hacen herederos de ella. Pero lo cierto es que en nuestra tradición jurídica también tenemos precedentes compatibles y que son incluso anteriores. En la España medieval se desarrolló un derecho político bien acabado para hacer frente al morbo gótico (degeneración moral de los gobernantes de la época), y en el siglo VII San Isidoro de Sevilla ya delineaba uno de los primeros principios de control al gobernante, que versaba: “serás Rey si obras bien, y si no obras bien, no lo serás”. Debido a la larga labor de reconquista y repoblación, fue tónica de los reyes el otorgar fueros con amplias libertades extendidas incluso a los villanos que se alzaran en armas en contra de los moros, privilegios que eran defendidos celosamente por nobles y comunes. Por ello más tarde la sentencia isidoriana evolucionó al verso que se rezaba en cada coronación aragonesa: “Nos, que cada uno de nosotros es igual a Vos, pero que juntos somos más que Vos, te hacemos Rey si cumples nuestros fueros y los haces cumplir. Y si no, no”.

No obstante hubo centralización del poder y absolutismo en España como en Inglaterra, la diferenciación ocurre sólo en la Edad Moderna, en que ambas culturas toman cursos distintos y conclusiones distintas.

Despejadas las tres cuestiones, hemos de apreciar mejor las lecciones que nos deja el acontecimiento histórico que este 15 de Junio cumple 800 años, porque esto no es mera cosa del pasado. En el presente se nos quiere hacer creer que cualquier cosa es una Constitución mientras pase por una asamblea deliberativa democrática, pero no podemos olvidar que una Constitución digna de su nombre es la que se realiza en pugna con el poder y en favor de las libertades, entendidas éstas como privilegios tendientes a su extensión, y que lo que pasó en una isla europea hace ocho siglos tiene plena utilidad en un país contemporáneo del Nuevo Mundo, debido a las comunes raíces de la Libertad en ambas culturas.

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